LAS
CRÓNICAS DE NARNIA:
EL
LEON, LA BRUJA
Y EL
ROPERO
Clive
S. Lewis
CAPÍTULO
1
LUCÍA
INVESTIGA EN EL ROPERO
Había
una vez cuatro niños cuyos nombres eran Pedro, Susana, Edmundo y Lucía. Esta
historia relata lo que les sucedió cuando, durante la guerra y a causa de los
bombardeos, fueron enviados lejos de Londres a la casa de un viejo profesor.
Éste vivía en medio del campo, a diez millas de la estación más cercana y a dos
millas del correo más próximo. El profesor no era casado, así es que un ama de
llaves, la señora Macready, y tres sirvientas atendían su casa. (Las sirvientas
se llamaban Ivy, Margarita y Betty, pero ellas no intervienen mucho en esta
historia.)
El
anciano profesor tenía un aspecto curioso, pues su cabello blanco no sólo le
cubría la cabeza sino también casi toda la cara. Los niños simpatizaron con él
al instante, a pesar que Lucía, la menor, sintió miedo al verlo por primera
vez, y Edmundo, algo mayor que ella, escondió su risa tras un pañuelo y simuló
sonarse sin interrupción.
Después
de ese primer día y en cuanto dieron las buenas noches al profesor, los niños
subieron a sus habitaciones en el segundo piso y se reunieron en el dormitorio
de las niñas para comentar todo lo ocurrido.
—Hemos
tenido una suerte fantástica —dijo Pedro—. Lo pasaremos muy bien aquí. El viejo
profesor es una buena persona y nos permitirá hacer todo lo que queramos.
—Es un
anciano encantador —dijo Susana.
—¡Cállate!
—exclamó Edmundo. Estaba cansado, aunque pretendía no estarlo, y esto lo ponía
siempre de un humor insoportable—. ¡No sigas hablando de esa manera!
—¿De
qué manera? —preguntó Susana—. Además ya es hora que estés en la cama.
—Tratas
de hablar como mamá —dijo Edmundo—. ¿Quién eres para venir a decirme cuándo
tengo que ir a la cama? ¡Eres tú quien debe irse a acostar!
—Mejor
será que todos vayamos a dormir —interrumpió Lucía—. Si nos encuentran
conversando aquí, habrá un tremendo lío.
—No lo
habrá —repuso Pedro, con tono seguro—. Este es el tipo de casa en que a nadie
le preocupará lo que nosotros hagamos. En todo caso, ninguna persona nos va a
oír. Estamos como a diez minutos del comedor y hay numerosos pasillos, escaleras
y rincones entremedio.
—¿Qué
es ese ruido? —dijo Lucía de repente.
Esta
era la casa más grande que ella había conocido en su vida. Pensó en todos esos
pasillos, escaleras y rincones, y sintió que algo parecido a un escalofrío la
recorría de pies a cabeza.
—No es
más que un pájaro, tonta —dijo Edmundo.
—Es una
lechuza —agregó Pedro—. Este debe ser un lugar maravilloso para los pájaros...
Bien, creo que ahora es mejor que todos vayamos a la cama, pero mañana
exploraremos. En un sitio como éste se puede encontrar cualquier cosa. ¿Vieron
las montañas cuando veníamos? ¿Y los bosques? Puede ser que haya águilas,
venados... Seguramente habrá halcones...
—Y
tejones —dijo Lucía.
—Y
serpientes —dijo Edmundo.
—Y
zorros —agregó Susana.
Pero a
la mañana siguiente caía una cortina de lluvia tan espesa que, al mirar por la
ventana, no se veían las montañas ni los bosques; ni siquiera la acequia del
jardín.
—¡Tenía
que llover! —exclamó Edmundo.
Los
niños habían tomado desayuno con el profesor, y en ese momento se encontraban
en una sala del segundo piso que el anciano había destinado para ellos. Era una
larga habitación de techo bajo, con dos ventanas hacia un lado y dos hacia el
otro.
—Deja
de quejarte, Ed —dijo Susana—. Te apuesto diez a uno a que aclara en menos de
una hora. Por lo demás, estamos bastante cómodos y tenemos un montón de libros.
—Por mi
parte, yo me voy a explorar la casa —dijo Pedro.
La idea
les pareció excelente y así fue como comenzaron las aventuras. La casa era uno
de aquellos edificios llenos de lugares inesperados, que nunca se conocen por
completo. Las primeras habitaciones que recorrieron estaban totalmente vacías,
tal como los niños esperaban. Pero pronto llegaron a una sala muy larga con las
paredes repletas de cuadros, en la que encontraron una armadura. Después
pasaron a otra completamente cubierta por un tapiz verde y en la que había un
arpa arrinconada. Tres peldaños más abajo y cinco hacia arriba los llevaron
hasta un pequeño zaguán. Desde ahí entraron en una serie de habitaciones que
desembocaban unas en otras. Todas tenían estanterías repletas de libros, la
mayoría muy antiguos y algunos tan grandes como la Biblia de una iglesia. Más
adelante entraron en un cuarto casi vacío. Sólo había un gran ropero con espejos
en las puertas. Allí no encontraron nada más, excepto una botella azul en la
repisa de la ventana.
—¡Nada
por aquí! —exclamó Pedro, y todos los niños se precipitaron hacia la puerta
para continuar la excursión. Todos menos Lucía, que se quedó atrás. ¿Qué habría
dentro del armario? Valía la pena averiguarlo, aunque, seguramente, estaría
cerrado con llave. Para su sorpresa, la puerta se abrió sin dificultad. Dos
bolitas de naftalina rodaron por el suelo.
La niña
miró hacia el interior. Había numerosos abrigos colgados, la mayoría de piel.
Nada le gustaba tanto a Lucía como el tacto y el olor de las pieles. Se
introdujo en el enorme ropero y caminó entre los abrigos, mientras frotaba su
rostro contra ellos. Había dejado la puerta abierta, por supuesto, pues comprendía
que sería una verdadera locura encerrarse en el armario. Avanzó algo más y
descubrió una segunda hilera de abrigos. Estaba bastante oscuro ahí adentro,
así es que mantuvo los brazos estirados para no chocar con el fondo del ropero.
Dio un paso más, luego otros dos, tres... Esperaba siempre tocar la madera del
ropero con la punta de los dedos, pero no llegaba nunca hasta el fondo.
—¡Este
debe ser un guardarropa gigantesco! —murmuró Lucía, mientras caminaba más y más
adentro y empujaba los pliegues de los abrigos para abrirse paso. De pronto
sintió que algo crujía bajo sus pies.
«¿Habrá
más naftalina?», se preguntó.
Se
inclinó para tocar el suelo. Pero en lugar de sentir el contacto firme y liso
de la madera, tocó algo suave, pulverizado y extremadamente frío. «Esto sí que
es raro», pensó y dio otros dos pasos hacia adelante.
Un
instante después advirtió que lo que rozaba su cara ya no era suave como la
piel sino duro, áspero e, incluso, clavaba.
—¿Cómo?
¡Parecen ramas de árboles! —exclamó.
Entonces
vio una luz frente a ella; no estaba cerca del lugar donde tendría que haber
estado el fondo del ropero, sino muchísimo más lejos. Algo frío y suave caía
sobre la niña. Un momento después se dio cuenta que se encontraba en medio de
un bosque; además era de noche, había nieve bajo sus pies y gruesos copos caían
a través del aire.
Lucía
se asustó un poco, pero a la vez se sintió llena de curiosidad y de excitación.
Miró hacia atrás y entre la oscuridad de los troncos de los árboles pudo
distinguir la puerta abierta del ropero e incluso la habitación vacía desde
donde había salido. (Por supuesto, ella había dejado la puerta abierta, pues
pensaba que era la más grande de las tonterías encerrarse uno mismo en un
guardarropa.) Parecía que allá era de día. «Puedo volver cuando quiera, si algo
sale mal», pensó, tratando de tranquilizarse. Comenzó a caminar —cranch-cranch—
sobre la nieve y a través del bosque, hacia la otra luz, delante de ella.
Cerca
de diez minutos más tarde, Lucía llegó hasta un farol. Se preguntaba qué
significado podría tener éste en medio de un bosque, cuando escuchó unos pasos
que se acercaban. Segundos después una persona muy extraña salió de entre los
árboles y se aproximó a la luz.
Era un
poco más alta que Lucía. Sobre su cabeza llevaba un paraguas todo blanco de
nieve. De la cintura hacia arriba tenía el aspecto de un hombre, pero sus
piernas, cubiertas de pelo negro y brillante, parecían las extremidades de un
cabrío. En lugar de pies tenía pezuñas.
En un
comienzo, la niña no advirtió que también tenía cola, pues la llevaba enrollada
en el mango del paraguas para evitar que se arrastrara por la nieve. Una
bufanda roja le cubría el cuello y su piel era también rojiza. El rostro era
pequeño y extraño pero agradable; tenía una barba rizada y un par de cuernos a
los lados de la frente. Mientras en una mano llevaba el paraguas, en la otra
sostenía varios paquetes con papel de color café. Éstos y la nieve hacían
recordar las compras de Navidad. Era un Fauno. Y cuando vio a Lucía, su
sorpresa fue tan grande que todos los paquetes rodaron por el suelo.
—¡Cielos!
—exclamó el Fauno.
CAPÍTULO
2
LO QUE
LUCÍA ENCONTRÓ ALLÍ
—Buenas
tardes —saludó Lucía. Pero el Fauno estaba tan ocupado recogiendo sus paquetes
que no contestó. Cuando hubo terminado le hizo una pequeña reverencia.
—Buenas
tardes, buenas tardes —dijo. Y agregó después de un instante—: Perdóname, no
quisiera parecer impertinente, pero, ¿eres tú lo que llaman una Hija de Eva?
—Me
llamo Lucía —respondió ella, sin entenderle muy bien.
—Pero,
¿tú eres lo que llaman una niña?
—¡Por
supuesto que soy una niña! —exclamó Lucía.
—¿Verdaderamente
eres humana?
—¡Claro
que soy humana! —respondió Lucía, todavía un poco confundida.
—Seguro,
seguro —dijo el Fauno—. ¡Qué tonto soy! Pero nunca había visto a un Hijo de
Adán ni a una Hija de Eva. Estoy encantado.
Se
detuvo como si hubiera estado a punto de decir algo y recordar a tiempo que no
debía hacerlo.
—Encantado,
encantado —repitió luego—. Permíteme que me presente. Mi nombre es Tumnus.
—Encantada
de conocerle, señor Tumnus —dijo Lucía.
—Y se
puede saber, ¡oh, Lucía, Hija de Eva!, ¿cómo llegaste a Narnia? —preguntó el
señor Tumnus.
—¿Narnia?
¿Qué es eso?
—Esta
es la tierra de Narnia —dijo el Fauno—, donde estamos ahora. Todo lo que se
encuentra entre el farol y el gran castillo de Cair Paravel en el mar del este.
Y tú, ¿vienes de los bosques salvajes del oeste?
—Yo
llegué..., llegué a través del ropero que está en el cuarto vacío —respondió
Lucía, vacilando.
—¡Ah!
—dijo el señor Tumnus con voz melancólica—, si hubiera estudiado geografía con
más empeño cuando era un pequeño fauno, sin duda sabría todo acerca de esos
extraños países. Ahora es demasiado tarde.
—¡Pero
si esos no son países! —dijo Lucía casi riendo—. El ropero está ahí, un poco
más atrás..., creo... No estoy segura. Es verano allí ahora.
—Ahora
es invierno en Narnia; es invierno siempre, desde hace mucho... Pero si seguimos
conversando en la nieve nos vamos a resfriar los dos. Hija de Eva, de la lejana
tierra del Cuarto Vacío, donde el eterno verano reina alrededor de la luminosa
ciudad del Ropero, ¿te gustaría venir a tomar el té conmigo?
—Gracias,
señor Tumnus, pero pienso que quizás ya es hora de regresar.
—Es a
la vuelta de la esquina, no más. Habrá un buen fuego, tostadas, sardinas y
torta —insistió el Fauno.
—Es muy
amable de su parte —dijo Lucía—. Pero no podré quedarme mucho rato.
—Tómate
de mi brazo, Hija de Eva —dijo el señor Tumnus—. Llevaré el paraguas para los
dos. Por aquí, vamos.
Así fue
como Lucía se encontró caminando por el bosque del brazo con esta extraña
criatura, igual que si se hubieran conocido durante toda la vida.
No
habían ido muy lejos aún, cuando llegaron a un lugar donde el suelo se tornó
áspero y rocoso. Hacia arriba y hacia abajo de las colinas había piedras. Al
pie de un pequeño valle el señor Tumnus se volvió de repente y caminó derecho
hacia una roca gigantesca. Sólo en el momento en que estuvieron muy cerca de
ella, Lucía descubrió que él la conducía a la entrada de una cueva. En cuanto
se encontraron en el interior, la niña se vio inundada por la luz del fuego. El
señor Tumnus recogió una brasa con un par de tenazas y encendió una lámpara.
—Ahora
falta poco —dijo, e inmediatamente puso la tetera a calentar.
Lucía
pensaba que no había estado nunca en un lugar más acogedor. Era una pequeña,
limpia y seca cueva de piedra roja con una alfombra en el suelo, dos sillas
(«una para mí y otra para un amiga», dijo el señor Tumnus), una mesa, una
cómoda, una repisa sobre la chimenea, y más arriba, dominándolo todo, el
retrato de un viejo Fauno con barba gris. En un rincón había una puerta; Lucía
supuso que comunicaba con el dormitorio del señor Tumnus. En una de las paredes
se apoyaba un estante repleto de libros. La niña miraba todo mientras él
preparaba la mesa para el té. Algunos de los títulos eran La Vida y las Cartas
de Sileno, Las Ninfas y sus Costumbres, Hombres, Monjes y Deportistas, Estudio de
la Leyenda Popular, ¿Es el Hombre un Mito?, y muchos más.
—Hija
de Eva —dijo el Fauno—, ya está todo preparado.
Y
realmente fue un té maravilloso. Hubo un rico huevo dorado para cada uno,
sardinas en pan tostado, tostadas con mantequilla y con miel, y una torta
espolvoreada con azúcar. Cuando Lucía se cansó de comer, el Fauno comenzó a
hablar. Sus relatos sobre la vida en el bosque eran fantásticos. Le contó
acerca de bailes en la medianoche, cuando las Ninfas que vivían en las
vertientes y las Dríades que habitaban en los árboles salían a danzar con los
Faunos; de las largas partidas de cacería tras el Venado Blanco, en las cuales
se cumplían los deseos del que lo capturaba; sobre las celebraciones y la
búsqueda de tesoros con los Enanos Rojos salvajes, en minas y cavernas muy por
debajo del suelo. Por último, le habló también de los veranos, cuando los
bosques eran verdes y el viejo Sileno los visitaba en su gordo burro. A veces
llegaba a verlos el propio Baco y entonces por los ríos corría vino en lugar de
agua y el bosque se transformaba en una fiesta que se prolongaba por semanas
sin fin.
—Ahora
es siempre invierno —agregó taciturno.
Entonces
para alegrarse tomó un estuche que estaba sobre la cómoda, sacó de él una
extraña flauta que parecía hecha de paja y empezó a tocar.
Al
escuchar la melodía, Lucía sintió ansias de llorar, reír, bailar y dormir, todo
al mismo tiempo. Debían haber transcurrido varias horas cuando despertó
bruscamente, y dijo:
—Señor
Tumnus, siento interrumpirlo, pero tengo que irme a casa. Sólo quería quedarme
unos minutos...
—No es
bueno ahora, tú sabes —le dijo el Fauno, dejando la flauta. Parecía acongojado
por ella.
—¿Que
no es bueno? —dijo ella, dando un salto. Asustada e inquieta agregó—: ¿Qué
quiere decir? Tengo que volver a casa al instante. Ya deben estar preocupados.
Un
momento después, al ver que los ojos del Fauno estaban llenos de lágrimas,
volvió a preguntar:
—¡Señor
Tumnus! ¿Cuál es realmente el problema?
El
Fauno continuó llorando. Las lágrimas comenzaron a deslizarse por sus mejillas
y pronto corrieron por la punta de su nariz. Finalmente se cubrió el rostro con
las manos y comenzó a sollozar.
—¡Señor
Tumnus! ¡Señor Tumnus! —exclamó Lucía con desesperación—. ¡No llore así! ¿Qué
es lo que pasa? ¿No se siente bien? Querido señor Tumnus, cuénteme qué es lo
que está mal.
Pero el
Fauno continuó estremeciéndose como si tuviera el corazón destrozado. Aunque
Lucía lo abrazó y le prestó su pañuelo, no pudo detenerse. Solamente tomó el
pañuelo y lo usó para secar sus lágrimas que continuaban cayendo sin
interrupción. Y cuando estaba demasiado mojado, lo estrujaba con sus dos manos.
Tanto lo estrujó, que pronto Lucía estuvo de pie en un suelo completamente
húmedo.
—¡Señor
Tumnus! —gritó Lucía en su oído, al mismo tiempo que lo remecía—. No llore más,
por favor. Pare inmediatamente de llorar. Debería avergonzarse. Un Fauno mayor,
como usted. Pero dígame, ¿por qué llora usted?
—¡Oh!,
¡oh!, ¡oh! —sollozó—, lloro porque soy un Fauno malvado.
—Yo no
creo eso. De ninguna manera —dijo Lucía—. De hecho, usted es el Fauno más
encantador que he conocido.
—¡Oh!
No dirías eso si tú supieras —replicó el señor Tumnus entre suspiros—. Soy un
Fauno malo. No creo que nunca haya habido uno peor que yo desde que el mundo es
mundo.
—Pero,
¿qué es lo que ha hecho? —preguntó Lucía.
—Mi
viejo padre —dijo el Fauno— jamás hubiera hecho una cosa semejante. ¿Lo ves? Su
retrato está sobre la chimenea.
—¿Qué
es lo que no hubiera hecho su padre?
—Lo que
yo he hecho —respondió el Fauno—. Servir a la Bruja Blanca. Eso es lo que yo
soy. Un sirviente pagado por la Bruja Blanca.
—¿La
Bruja Blanca? ¿Quién es?
—¡Ah!
Ella es quien tiene a Narnia completamente en sus manos. Ella es quien mantiene
el invierno para siempre. Siempre invierno y nunca Navidad. ¿Te imaginas lo que
es eso?
—¡Qué
terrible! —dijo Lucía—. Pero, ¿qué trabajo hace usted para que ella le pague?
—Eso es
lo peor. Soy yo el que rapta para ella. Eso es lo que soy: un raptor. Mírame,
Hija de Eva. ¿Crees que soy la clase de Fauno que cuando se encuentra con un
pobre niño inocente en el bosque, se hace su amigo y lo invita a su casa en la
cueva, sólo para dormirlo con música y entregarlo luego a la Bruja Blanca?
—No
—dijo Lucía—. Estoy segura que usted no haría nada semejante.
—Pero
lo he hecho —dijo el Fauno.
—Bien
—continuó Lucía, lentamente (porque quería ser muy franca, pero, a la vez, no
deseaba ser demasiado dura con él)—, eso es muy malo, pero usted está tan
arrepentido que estoy segura que no lo hará de nuevo.
—¡Hija
de Eva! ¿Es que no entiendes? —exclamó el Fauno—. No es algo que yo haya hecho.
Es algo que estoy haciendo en este preciso instante.
—¿Qué
quiere decir? —preguntó Lucía, poniéndose blanca como la nieve.
—Tú
eres el niño —dijo el señor Tumnus—. La Bruja Blanca me había ordenado que si
alguna vez encontraba a un Hijo de Adán o a una Hija de Eva en el bosque, tenía
que aprehenderlo y llevárselo. Tú eres la primera que yo he conocido. Pretendí
ser tu amigo, te invité a tomar el té y he esperado todo el tiempo que
estuvieras dormida para llevarte hasta ella.
—¡Ah,
no! Usted no lo hará, señor Tumnus —dijo Lucía—. Realmente usted no lo hará. De
verdad, no debe hacerlo.
—Y si
yo no lo hago —dijo él, comenzando a llorar de nuevo—, ella lo sabrá. Y me
cortará la cola, me arrancará los cuernos y la barba. Agitará su vara sobre mis
lindas pezuñas divididas al centro y las transformará en horribles y sólidas,
como las de un desdichado caballo. Pero si ella se enfurece más aún, me
convertirá en piedra y seré sólo una estatua de Fauno en su horrible casa, y
allí me quedaré hasta que los cuatro tronos de Cair Paravel sean ocupados. Y
sólo Dios sabe cuándo sucederá eso o si alguna vez sucederá.
—Lo
siento mucho, señor Tumnus —dijo Lucía—. Pero, por favor, déjeme ir a casa.
—Por
supuesto que lo haré —dijo el Fauno—. Tengo que hacerlo. Ahora me doy cuenta.
No sabía cómo eran los humanos antes de conocerte a ti. No puedo entregarte a
la Bruja Blanca; no ahora que te conozco. Pero tenemos que salir de inmediato.
Te acompañaré hasta el farol. Espero que desde allí sabrás encontrar el camino
a Cuarto Vacío y a Ropero.
—Estoy
segura que podré.
—Debemos
irnos muy silenciosamente. Tan callados como podamos —dijo el señor Tumnus—. El
bosque está lleno de sus espías. Incluso algunos árboles están de su parte.
Ambos
se levantaron y, dejando las tazas y los platos en la mesa, salieron. El señor
Tumnus abrió el paraguas una vez más, le dio el brazo a Lucía y comenzaron a
caminar sobre la nieve. El regreso fue completamente diferente a lo que había
sido la ida hacia la cueva del Fauno. Sin decir una palabra se apresuraron todo
lo que pudieron y el señor Tumnus se mantuvo siempre en los lugares más
oscuros. Lucía se sintió bastante reconfortada cuando llegaron junto al farol.
—¿Sabes
cuál es tu camino desde aquí, Hija de Eva? —preguntó el Fauno.
Lucía
concentró su mirada entre los árboles y en la distancia pudo ver un espacio
iluminado, como si allá lejos fuera de día.
—Sí
—dijo—. Alcanzo a ver la puerta del ropero.
—Entonces
corre hacia tu casa tan rápido como puedas —dijo el señor Tumnus—. ¿Podrás
perdonarme alguna vez por lo que intenté hacer?
—Por
supuesto —dijo Lucía, estrechando fuertemente sus manos—. Espero de todo
corazón que usted no tenga problemas por mi culpa.
—Adiós,
Hija de Eva. ¿Sería posible, tal vez, que yo guarde tu pañuelo como recuerdo?
—¡Está
bien! —exclamó Lucía y echó a correr hacia la luz del día, tan rápido como sus
piernas se lo permitieron. Esta vez, en lugar de sentir el roce de ásperas
ramas en su rostro y la nieve crujiente bajo sus pies, palpó los tablones y de
inmediato se encontró saltando fuera del ropero y en medio del mismo cuarto
vacío en el que había comenzado toda la aventura. Cerró cuidadosamente la
puerta del guardarropa y miró a su alrededor mientras recuperaba el aliento.
Todavía llovía. Pudo escuchar las voces de los otros niños en el pasillo.
—¡Estoy
aquí! —gritó—. ¡Estoy aquí! ¡He vuelto y estoy muy bien!
CAPÍTULO
3
EDMUNDO
Y EL ROPERO
Lucía
corrió fuera del cuarto vacío y en el pasillo se encontró con los otros tres
niños.
—Todo
está bien —repitió—. He vuelto.
—¿De
qué hablas, Lucía? —preguntó Susana.
—¡Cómo!
—exclamó Lucía asombrada—. ¿No estaban preocupados de mi ausencia? ¿No se han
preguntado dónde estaba yo?
—Entonces,
¿estabas escondida? —dijo Pedro—. Pobre Lu, ¡se escondió y nadie se dio cuenta!
Para otra vez vas a tener que desaparecer durante un rato más largo, si es que
quieres que alguien te busquen.
—Estuve
afuera por horas y horas —dijo Lucía.
—Mal
—dijo Edmundo, golpeándose la cabeza—. Muy mal.
—¿Qué
quieres decir, Lucía? —preguntó Pedro.
—Lo que
dije —contestó Lucía—. Fue precisamente después del desayuno, cuando entré en
el ropero, y he estado afuera por horas y horas. Tomé té y me han sucedido toda
clase de acontecimientos.
—No
seas tonta, Lucía. Hemos salido de ese cuarto hace apenas un instante y tú
estabas allí — replicó Susana.
—Ella
no se está haciendo la tonta —dijo Pedro—. Está inventando una historia para
divertirse, ¿no es verdad, Lucía?
—No,
Pedro. No estoy inventando. El armario es mágico. Adentro hay un bosque, nieve,
un Fauno y una Bruja. El lugar se llama Narnia. Vengan a ver.
Los
demás no sabían qué pensar, pero Lucía estaba tan excitada que la siguieron
hasta el cuarto sin decir una palabra. Corrió hacia el ropero y abrió la puerta
de par en par.
—¡Ahora!
—gritó—. ¡Entren y compruébenlo ustedes mismos!
—¡Cómo!
¡Eres una gansa! —dijo Susana, después de introducir la cabeza dentro del ropero
y apartar los abrigos—. Este es un ropero común y corriente. Miren, aquí está
el fondo.
Todos
miraron, movieron los abrigos y vieron —Lucía también— un armario igual a los
demás. No había bosque ni nieve. Sólo el fondo del ropero y los colgadores. Pedro
saltó dentro y golpeó sus puños contra la madera para asegurarse.
—¡Menuda
broma la que nos has gastado, Lu! —exclamó al salir—. Realmente nos
sorprendiste, debo reconocerlo. Casi te creímos.
—No era
broma. Era verdad —dijo Lucía—. Era verdad. Todo fue diferente hace un
instante. Les prometo que era cierto.
—¡Vamos,
Lu! —dijo Pedro—. ¡Ya, basta! Estás yendo un poco lejos con tu broma. ¿No te
parece que es mejor terminar aquí?
Lucía
se puso roja y trató de hablar, a pesar que ya no sabía qué estaba tratando de
decir. Estalló en llanto.
Durante
los días siguientes ella se sintió muy desdichada. Podría haberse reconciliado
fácilmente con los demás niños, en cualquier momento, si hubiera aceptado que
todo había sido sólo una broma para pasar el tiempo. Sin embargo, Lucía decía
siempre la verdad y sabía que estaba en lo cierto. No podía decir ahora una
cosa por otra.
Los
niños, que pensaban que ella había mentido tontamente, la hicieron sentirse muy
infeliz. Los dos mayores, sin intención; pero Edmundo era muy rencoroso y en
esta ocasión lo demostró. La molestó incansablemente; a cada momento le
preguntaba si había encontrado otros países en los aparadores o en los otros
armarios de la casa. Lo peor de todo era que esos días fueron muy entretenidos
para los niños, pero no para Lucía. El tiempo estaba maravilloso; pasaban de la
mañana a la noche fuera de la casa, se bañaban, pescaban, se subían a los
árboles, descubrían nidos de pájaros y se tendían a la sombra. Lucía no pudo
gozar de nada, y las cosas siguieron así hasta que llovió nuevamente.
Ese
día, cuando llegó la tarde sin ninguna señal de cambio en el tiempo, decidieron
jugar a las escondidas. A Susana le correspondió primero buscar a los demás.
Tan pronto los niños se dispersaron para esconderse, Lucía corrió hasta el
ropero, aunque no pretendía ocultarse allí. Sólo quería dar una mirada dentro
de él. Estaba comenzando a dudar si Narnia, el Fauno y todo lo demás había sido
un sueño. La casa era tan grande, complicada y llena de escondites, que pensó
que tendría tiempo suficiente para dar una mirada en el interior del armario y
buscar luego cualquier lugar para ocultarse en otra parte. Pero justo en el
momento en que abría la puerta, sintió pasos en el corredor. No le quedó más
que saltar dentro del guardarropa y sujetar la puerta tras ella, sin cerrarla
del todo, pues sabía que era muy tonto encerrarse en un armario, incluso si se
trataba de un armario mágico.
Los
pasos que Lucía había oído eran los de Edmundo. El niño entró en el cuarto en
el momento preciso en que ella se introducía en el ropero. De inmediato decidió
hacer lo mismo, no porque fuera un buen lugar para esconderse, sino porque
podría seguir molestándola con su país imaginario. Abrió la puerta. Estaba
oscuro, olía a naftalina, y allí estaban los abrigos colgados, pero no había un
solo rastro de Lucía.
«Cree
que es Susana la que viene a buscarla —se dijo Edmundo—; por eso se queda tan
quieta.»
Sin
más, saltó adentro y cerró la puerta, olvidando que hacer eso era una verdadera
locura. En la oscuridad empezó a buscar a Lucía y se sorprendió de no
encontrarla de inmediato, como había pensado. Decidió abrir la puerta para que
entrara un poco de luz. Pero tampoco pudo hallarla. Todo esto no le gustó nada
y empezó a saltar nerviosamente hacia todos lados. Al fin gritó con
desesperación:
—¡Lucía!
¡Lu! ¿Dónde te has metido? Sé que estás aquí.
No hubo
respuesta. Edmundo advirtió que su propia voz tenía un curioso sonido. No había
sido el que se espera dentro de un armario cerrado, sino un sonido al aire libre.
También se dio cuenta que el ambiente estaba extrañamente frío. Entonces vio
una luz.
—¡Gracias
a Dios! —exclamó—. La puerta se tiene que haber abierto por sí sola.
Se
olvidó de Lucía y fue hacia la luz, convencido del hecho que iba hacia la
puerta del ropero. Pero en lugar de llegar al cuarto vacío, salió de un espeso
y sombrío conjunto de abetos a un claro en medio del bosque.
Había
nieve bajo sus pies y en las ramas de los árboles. En el horizonte, el cielo
era pálido como el de una mañana despejada de invierno. Frente a él, entre los
árboles, vio levantarse el sol muy rojo y claro. Todo estaba en silencio como
si él fuera la única criatura viviente. No había ni siquiera un pájaro, y el
bosque se extendía en todas direcciones, tan lejos como alcanzaba la vista.
Edmundo tiritó.
En ese
momento recordó que estaba buscando a Lucía. También se acordó de lo antipático
que había sido con ella al molestarla con su «país imaginario». Ahora se daba
cuenta que en modo alguno era imaginario. Pensó que no podía estar muy lejos y
llamó:
—¡Lucía!
¡Lucía! Estoy aquí también. Soy Edmundo.
No hubo
respuesta.
—Está
enojada por todo lo que le he dicho —murmuró.
A pesar
que no le gustaba admitir que se había equivocado, menos aún le gustaba estar
solo y con tanto frío en ese silencioso lugar.
—¡Lu!
¡Perdóname por no haberte creído! ¡Ahora veo que tenías razón! ¡Ven, hagamos
las paces! —gritó de nuevo.
Tampoco
hubo respuesta esta vez.
«Exactamente
como una niña —se dijo—. Estará amurrada por ahí y no aceptará una disculpa.»
Miró a
su alrededor: ese lugar no le gustaba nada. Decidió volver a la casa cuando, en
la distancia, oyó un ruido de campanas. Escuchó atentamente y el sonido se hizo
más y más cercano. Al fin, a plena luz, apareció un trineo arrastrado por dos
renos.
El
tamaño de los renos era como el de los ponies de Shetland, y su piel era tan
blanca que a su lado la nieve se veía casi oscura. Sus cuernos ramificados eran
dorados y resplandecían al sol. Sus arneses de cuero rojo estaban cubiertos de
campanillas. El trineo era conducido por un enano gordo que, de pie, no tendría
más de un metro de altura. Estaba envuelto en una piel de oso polar, y en la
cabeza llevaba un capuchón rojo con un largo pompón dorado en la punta; su
enorme barba le cubría las rodillas y le servía de alfombra. Detrás de él, en
un alto asiento en el centro del trineo, se hallaba una persona muy diferente:
era una señora inmensa, más grande que todas las mujeres que Edmundo conocía.
También estaba envuelta hasta el cuello en una piel blanca. En su mano derecha
sostenía una vara dorada y llevaba una corona sobre su cabeza. Su rostro era
blanco, no pálido, sino blanco como el papel, la nieve o el azúcar. Sólo su
boca era muy roja. A pesar de todo, su cara era bella, pero orgullosa, fría y
severa.
Mientras
se acercaba hacia Edmundo, el trineo presentaba una magnífica visión con el
sonido de las campanillas, el látigo del Enano que restallaba en el aire y la
nieve que parecía volar a ambos lados del carruaje.
—¡Detente!
—exclamó la Dama, y el Enano tiró tan fuerte de las riendas que por poco los
renos cayeron sentados. Se recobraron y se detuvieron mordiendo los frenos y
resoplando. En el aire helado, la respiración que salía de las ventanas de sus
narices se veía como si fuera humo.
—¡Por
Dios! ¿Qué eres tú? —preguntó la Dama a Edmundo.
—Soy...,
soy..., mi nombre es Edmundo —dijo el niño con timidez.
La Dama
puso mala cara.
—¿Así
te diriges a una Reina? —preguntó con gran severidad.
—Le
ruego que me perdone, su Majestad. Yo no sabía...
—¿No
conoces a la Reina de Narnia? —gritó ella—. ¡Ah! ¡Nos conocerás mejor de ahora
en adelante! Pero..., te repito, ¿qué eres tú?
—Por
favor, su Majestad —dijo Edmundo—, no sé qué quiere decir usted. Yo estoy en el
colegio..., por lo menos, estaba... Ahora estoy de vacaciones.
CAPÍTULO
4
DELICIAS
TURCAS
—Pero,
¿qué eres tú? —preguntó la Reina otra vez—. ¿Eres un enano superdesarrollado
que se cortó la barba?
—No, su
Majestad. Nunca he tenido barba. Soy un niño —dijo Edmundo, sin salir de su
asombro.
—¡Un
niño! —exclamó ella—. ¿Quieres decir que eres un Hijo de Adán?
Edmundo
se quedó inmóvil sin pronunciar palabra. Realmente estaba demasiado confundido
como para entender el significado de la pregunta.
—Veo
que eres idiota, además de ser lo que seas —dijo la Reina—. Contéstame de una
vez por todas, pues estoy a punto de perder la paciencia. ¿Eres un ser humano?
—Sí,
Majestad —dijo Edmundo.
—¿Se
puede saber cómo entraste en mis dominios?
—Vine a
través de un ropero, su Majestad.
—¿Un
ropero? ¿Qué quieres decir con eso?
—Abrí
la puerta..., y me encontré aquí, su Majestad —explicó Edmundo.
—¡Ah!
—dijo la Reina más para sí misma que para él—. Una puerta. ¡Una puerta del
mundo de los hombres! Había oído cosas semejantes. Eso puede arruinarlo todo.
Pero es uno solo y parece muy fácil de contentar...
Mientras
murmuraba estas palabras, se levantó de su asiento y con ojos llameantes miró
fijamente a la cara de Edmundo. Al mismo tiempo levantó su vara.
Edmundo
tuvo la seguridad que ella haría algo espantoso, pero no fue capaz de moverse.
Entonces, cuando él ya se daba por perdido, ella pareció cambiar sus
intenciones.
—Mi
pobre niño —le dijo con una voz muy diferente—. ¡Cuán helado pareces! Ven a
sentarte en el trineo a mi lado y te cubriré con mi manto. Entonces podremos
conversar.
Esta
solución no le gustó nada a Edmundo. Sin embargo, no se hubiera atrevido jamás
a desobedecerle. Subió al trineo y se sentó a los pies de la Reina. Ella
desplegó su piel alrededor del niño y lo envolvió bien.
—¿Te
gustaría tomar algo caliente? —le preguntó.
—Sí,
por favor, su Majestad —dijo Edmundo, cuyos dientes castañeteaban.
La
Reina sacó de entre los pliegues de sus mantos una pequeñísima botella que
parecía de cobre. Entonces estiró el brazo y dejó caer una gota de su contenido
sobre la nieve, junto al trineo. Por un instante, Edmundo vio que la gota
resplandecía en el aire como un diamante. Pero, en el momento de tocar la
nieve, se produjo un ruido leve y allí apareció una taza adornada de piedras
preciosas, llena de algo que hervía. Inmediatamente el Enano la tomó y se la
entregó a Edmundo con una reverencia y una sonrisa; pero no fue una sonrisa muy
agradable.
Tan
pronto comenzó a beber, Edmundo se sintió mucho mejor. En su vida había tomado
una bebida como ésa. Era muy dulce, cremosa y llena de espuma. Sintió que el
líquido lo calentaba hasta la punta de los pies.
—No es
bueno beber sin comer, Hijo de Adán —dijo la Reina un momento después—. ¿Qué es
lo que te apetecería comer?
—Delicias
turcas, por favor, su Majestad —dijo Edmundo.
La
Reina derramó sobre la nieve otra gota de su botella y al instante apareció una
caja redonda atada con cintas verdes de seda. Edmundo la abrió: contenía varias
libras de lo mejor en Delicias turcas. Eran dulces y esponjosas. Edmundo no
recordaba haber probado jamás algo semejante.
Mientras
comía, la Reina no dejó de hacerle preguntas. Al comienzo, Edmundo trató de
recordar que era vulgar hablar con la boca llena. Pero luego se olvidó de todas
las reglas de educación y se preocupó únicamente de comer tantas Delicias
turcas como pudiera. Y mientras más comía, más deseaba continuar comiendo.
Mientras
tanto, no se le pasó por la mente preguntarse por qué su Majestad era tan
inquisitiva. Ella consiguió que él le contara que tenía un hermano y dos
hermanas y que una de éstas había estado en Narnia y había conocido al Fauno.
También le dijo que nadie, excepto ellos, sabía nada sobre Narnia. La Reina
pareció especialmente interesada en el hecho que los niños fueran cuatro y
volvió a ese punto con frecuencia.
—¿Estás
seguro que ustedes son sólo cuatro? Dos Hijos de Adán y dos Hijas de Eva, ¿nada
más ni nada menos?
Edmundo,
con la boca llena de Delicias turcas, se lo reiteraba. «Sí, ya se lo dije»,
repetía olvidando llamarla «su Majestad». Pero a ella eso no parecía importarle
ahora.
Por fin
las Delicias turcas se terminaron. Edmundo mantuvo la vista fija en la caja
vacía con la esperanza que ella le ofreciera algunas más. Probablemente la
Reina podía leer el pensamiento del niño, pues sabía —y Edmundo no— que esas
Delicias turcas estaban encantadas y que quien las probaba una vez, siempre
quería más y más. Y si le permitía continuar, no podía detenerse hasta que
enfermaba y moría. Ella no le ofreció más; en lugar de eso, le dijo:
—Hijo
de Adán, me gustaría mucho conocer a tus hermanos. ¿Querrías traérmelos hasta
aquí?
—Trataré
—contestó Edmundo, todavía con la vista fija en la caja vacía.
—Si tú
vuelves, pero con ellos por supuesto, podré darte Delicias turcas de nuevo. No
puedo darte más ahora. La magia es sólo para una vez, pero en mi casa será
diferente.
—¿Por
qué no vamos a tu casa ahora? —preguntó Edmundo.
Cuando
Edmundo subió al trineo, había sentido miedo a que ella lo llevara muy lejos, a
algún lugar desconocido desde el cual no pudiera regresar. Ahora parecía haber
olvidado todos sus temores.
—Mi
casa es un lugar encantador —dijo la Reina—. Estoy segura que te gustará. Allí
hay cuartos completamente llenos de Delicias turcas. Y, lo que es más, no tengo
niños propios. Me gustaría tener un niño bueno y amable a quien yo podría
educar como Príncipe y que luego sería Rey de Narnia, cuando yo falte. Y mientras
fuera Príncipe, llevaría una corona de oro y podría comer Delicias turcas todo
el día. Y tú eres el joven más inteligente y buen mozo que yo conozco. Creo que
me gustaría convertirte en Príncipe..., algún día..., cuando hayas traído a tus
hermanos a visitarme.
—¿Y por
qué no ahora? —insistió Edmundo.
Su cara
se había puesto muy roja, y sus dedos y su boca estaban muy pegajosos. No se
veía buen mozo ni parecía inteligente, aunque la Reina lo dijera.
—¡Ah!
Si te llevo ahora a mi casa —dijo ella—, yo no conocería a tu hermano ni a tus
hermanas. Realmente quiero que traigas a tu encantadora familia. Tú serás el
Príncipe y, con el tiempo, el Rey; eso está claro. Deberás tener cortesanos y
nobles. Yo haré Duque a tu hermano y Duquesas a tus hermanas.
—No hay
nada de especial en ellos —dijo Edmundo—, pero de cualquier forma los puedo
traer en el momento que quiera.
—¡Ah,
sí! Pero si hoy te llevo a mi casa, podrías olvidarte de ellos por completo.
Estarías tan feliz que no querrías molestarte en ir a buscarlos. No. Tienes que
ir a tu país ahora y regresar junto a mí otro día, pero con ellos, entiéndelo
bien. No te servirá de nada volver sin ellos.
—Pero
yo ni siquiera conozco el camino de regreso a mi país —rogó Edmundo.
—Es muy
fácil. ¿Ves aquel farol? —dijo la Reina, mientras apuntaba con la varilla.
Edmundo
miró en la dirección indicada. Entonces vio el mismo farol bajo el cual Lucía
había conocido al Fauno.
—Derecho,
más allá, está el Mundo de los Hombres —continuó la Reina. Luego señaló en
dirección opuesta y agregó—: Dime si ves dos pequeñas colinas que se levantan
sobre los árboles.
—Creo
que sí —dijo Edmundo.
—Bien,
mi casa está entre esas dos colinas. La próxima vez que vengas, sólo tendrás
que buscar el farol, y luego caminar hacia las dos colinas hasta llegar a mi
casa. Cuando veas el río, será mejor que lo mantengas a tu derecha... Pero
recuerda..., debes traer a tus hermanos. Me enfureceré de verdad, tanto como yo
puedo enfurecerme, si vuelves solo.
—Haré
lo que pueda —dijo Edmundo.
—Y, a
propósito... —agregó la Reina—, no necesitas hablarles de mí. Será mucho más
divertido guardar el secreto entre nosotros. Les daremos una sorpresa. Sólo
tráelos hacia las colinas con cualquier pretexto. A un niño inteligente como tú
se le ocurrirá alguno fácilmente. Y cuando llegues a mi casa, podrás decirles,
por ejemplo: «Veamos quién vive aquí» o algo por el estilo. Estoy segura que
eso será lo mejor. Si tu hermana ya conoce a uno de los Faunos, puede haber
oído historias extrañas acerca de mí. Cosas malas que pueden hacerla sentir
temor de mí. Los Faunos dicen cualquier cosa, ¿sabes? Vete ahora.
—¡Por
favor, por favor! —rogó Edmundo—, ¿puede darme una Delicia turca para comer
durante el regreso a casa?
—¡Oh,
no! —dijo la Reina con una sonrisa sardónica—. Tendrás que esperar hasta la
próxima vez.
Mientras
hablaba hizo una señal al Enano para indicarle que se pusiera en marcha. Antes
que el trineo se perdiera de vista, la Reina agitó la mano para decir adiós a
Edmundo, al mismo tiempo que gritaba:
—¡Hasta
la vista! ¡No te olvides! ¡Vuelve pronto!
Edmundo
miraba todavía como desaparecía el trineo cuando oyó que alguien lo llamaba.
Dio media vuelta y divisó a Lucía que venía hacia él desde otro punto del
bosque.
—¡Oh,
Edmundo! —exclamó—. Tú también viniste. Dime si no es maravilloso.
—Bien,
bien —dijo Edmundo—. Tenías razón después de todo. El armario es mágico. Te
pediré perdón, si quieres... Pero, ¿me puedes decir dónde te habías metido? Te
he buscado por todas partes.
—Si
hubiera sabido que tú también estabas aquí, te habría esperado —dijo Lucía.
Estaba tan contenta y excitada que no advirtió el tono mordaz con que hablaba
Edmundo, ni lo extraña y roja que se veía su cara—. Estuve almorzando con el
querido señor Tumnus, el Fauno. Está muy bien y la Bruja Blanca no le ha hecho nada
por haberme dejado en libertad. Piensa que ella no se ha enterado, así es que
todo va a andar muy bien.
—¿La
Bruja Blanca? —preguntó Edmundo—. ¿Quién es?
—Es una
persona terrible —aseguró Lucía—. Se llama a sí misma Reina de Narnia, a pesar
que no tiene ningún derecho. Todos los Faunos, Dríades y Náyades, todos los
enanos y animales (por lo menos los buenos) simplemente la odian. Puede
transformar a la gente en piedra y hacer toda clase de maldades horribles. Con
su magia mantiene a Narnia siempre en invierno; siempre es invierno, pero nunca
llega Navidad. Anda por todas partes en un trineo tirado por renos, con su vara
en la mano y la corona en su cabeza.
Edmundo
comenzaba a sentirse incómodo por haber comido tantos dulces. Pero cuando
escuchó que la Dama con quien había hecho amistad era una bruja peligrosa, se
sintió mucho peor todavía.
Pero
aun así, tenía ansias de comer Delicias turcas. Lo deseaba más que cualquier
otra cosa.
—¿Quién
te dijo todo eso acerca de la Bruja Blanca? —preguntó.
—El
señor Tumnus, el Fauno —contestó Lucía.
—No
puedes tomar en serio todo lo que los Faunos hablan —dijo Edmundo, dándose
aires de saber mucho más que Lucía.
—Y a
ti, ¿quién te ha dicho una cosa semejante? —preguntó Lucía.
—Todo
el mundo lo sabe —dijo Edmundo—. Pregúntale a quien quieras. Además es una
tontería que sigamos aquí, parados sobre la nieve. Vamos a casa.
—Vamos
—dijo Lucía—. ¡Oh, Edmundo, estoy tan contenta porque tú hayas venido también!
Los demás tendrán que creer en Narnia, ahora que ambos hemos estado aquí. ¡Qué
entretenido será!
Pero
Edmundo pensaba secretamente que no sería tan divertido para él como para ella.
Debería admitir ante los demás que Lucía tenía razón. Por otra parte, estaba
seguro que todos estarían de parte de los Faunos y los animales. Y él ya estaba
casi totalmente del lado de la Bruja. No sabía qué iba a decir, ni cómo
guardaría su secreto cuando todos estuvieran hablando de Narnia.
Habían
caminado ya un buen trecho cuando de pronto sintieron alrededor de ellos el
contacto de las pieles de los abrigos, en lugar de las ramas de los árboles. Un
par de pasos más y se encontraron fuera del ropero, en el cuarto vacío.
—¡Edmundo!
Te ves muy mal —dijo Lucía, al mirar detenidamente a su hermano—. ¿No te
sientes bien?
—Estoy
muy bien —respondió Edmundo, pero no era verdad. Se sentía realmente enfermo.
—Vamos,
entonces, muévete. Busquemos a los otros —dijo Lucía—. ¡Imagínate todo lo que
tenemos que contarles! ¡Y qué maravillosas aventuras nos esperan ahora que
todos estaremos juntos en esto!
CAPÍTULO
5
DE
REGRESO A ESTE LADO DE LA PUERTA
Lucía y
Edmundo tardaron algún tiempo en encontrar a sus hermanos, ya que continuaban
jugando a las escondidas. Cuando por fin estuvieron todos juntos (lo que
sucedió en la sala larga donde estaba la armadura), Lucía estalló:
—¡Pedro!
¡Susana! Todo es verdad. Edmundo también lo vio. Hay un país al otro lado del
ropero. Nosotros dos estuvimos allá. Nos encontramos en el bosque. ¡Vamos,
Edmundo, cuéntales!
—¿De
qué se trata esto, Edmundo? —preguntó Pedro.
Y aquí
llegamos a una de las partes más feas de esta historia. Hasta ese momento,
Edmundo se sentía enfermo, malhumorado y molesto con Lucía porque ella había
tenido razón. Todavía no decidía qué actitud iba a tomar, pero cuando de pronto
Pedro lo interpeló, resolvió hacer lo peor y lo más odioso que se le pudo
ocurrir: dejar a Lucía mal puesta ante sus hermanos.
—Cuéntanos,
Ed —insistió Susana.
Edmundo,
como si fuera mucho mayor que Lucía (ellos tenían solamente un año de
diferencia), se dio aires de superioridad, y en tono despectivo dijo:
—¡Oh,
sí! Lucía y yo hemos estado jugando, como si todo lo del país al otro lado del
ropero fuera verdad... Sólo para entretenernos, por supuesto. Lo cierto es que
allá no hay nada.
La
pobre Lucía le dio una sola mirada y corrió fuera de la sala.
Edmundo,
que se transformaba por minutos en una persona cada vez más despreciable, creyó
haber tenido mucho éxito.
—Allí
va otra vez. ¿Qué será lo que le pasa? Esto es lo peor de los niños pequeños;
ellos siempre...
—¡Mira,
tú! —exclamó Pedro, volviéndose hacia él con fiereza—. ¡Cállate! Te has portado
como un perfecto animal con Lu desde que ella empezó con esta historia del
ropero. Ahora le sigues la corriente y juegas con ella sólo para hacerla
hablar. Pienso que lo haces simplemente por rencor.
—Pero
todo esto no tiene sentido... —dijo Edmundo, muy sorprendido.
—Por
supuesto que no —respondió Pedro—; ése es justamente el asunto. Lu estaba muy
bien cuando dejamos nuestro hogar, pero, desde que estamos aquí, está rara,
como si algo pasara en su mente o se hubiera transformado en la más horrible
mentirosa. Sin embargo, sea lo que fuere, ¿crees que le haces algún bien al
burlarte de ella y molestarla un día para darle ánimos al siguiente?
—Pensé...,
pensé... —murmuró Edmundo, pero la verdad fue que no se le ocurrió qué decir.
—Tú no
pensaste nada de nada —dijo Pedro—. Es sólo rencor. Siempre te ha gustado ser
cruel con cualquier niño menor que tú. Ya lo hemos visto antes, en el
colegio...
—¡No
sigan! —imploró Susana—. No arreglaremos nada con una pelea entre ustedes.
Vamos a buscar a Lucía.
No fue
una sorpresa para ninguno de ellos cuando, mucho más tarde, encontraron a Lucía
y vieron que había estado llorando. Tenía los ojos rojos. Nada de lo que le
dijeron cambió las cosas. Ella se mantuvo firme en su historia.
—No me
importa lo que ustedes piensen. No me importa lo que digan. Pueden contarle al
Profesor o escribirle a mamá. Hagan lo que quieran. Yo sé que conocí a un
Fauno..., y desearía haberme quedado allá. Todos ustedes son unos malvados.
La
tarde fue muy poco agradable. Lucía estaba triste y desanimada. Edmundo comenzó
a darse cuenta que su plan no caminaba tan bien como había esperado. Los dos
mayores temían realmente que Lucía estuviese mal de su mente, y se quedaron en
el pasillo hablando muy bajo hasta mucho después que ella se fue a la cama.
A la
mañana siguiente, ambos decidieron que le contarían todo al Profesor.
—Él le
escribirá a papá si considera que algo anda mal con Lucía —dijo Pedro—. Esto no
es algo que nosotros podamos resolver. Está fuera de nuestro alcance.
De
manera que se dirigieron al escritorio del Profesor y golpearon a su puerta.
—Entren
—les dijo.
Se
levantó, buscó dos sillas para los niños y les dijo que estaba a su
disposición. Luego se sentó frente a ellos, con los dedos entrelazados, y los
escuchó sin hacer ni una sola interrupción hasta que terminaron toda la
historia. Después carraspeó y dijo lo último que ellos esperaban escuchar.
—¿Cómo
saben ustedes que la historia de su hermana no es verdadera?
—¡Oh!,
pero... —comenzó Susana, y luego se detuvo. Cualquiera podía darse cuenta, con
sólo mirar la cara del anciano, que él estaba completamente serio. Susana se
armó de valor nuevamente y continuó—: Pero Edmundo dijo que ellos sólo estaban
imaginando...
—Ese es
un punto —dijo el Profesor— que, ciertamente, merece consideración. Una
cuidadosa consideración. Por ejemplo, me van a disculpar la pregunta, la
experiencia que ustedes tienen, ¿les hace confiar más en su hermano o en su
hermana? ¿Cuál de los dos es más sincero?
—Precisamente,
eso es lo más curioso, señor —dijo Pedro—. Hasta ahora, yo habría dicho que
Lucía, siempre.
—¿Qué
piensa usted, querida? —preguntó el Profesor, volviéndose hacia Susana.
—Bueno
—dijo Susana—, en general, yo diría lo mismo que Pedro; pero este asunto no
puede ser verdad; todo esto del bosque y del Fauno...
—Esto
es más de lo que yo sé —declaró el Profesor—. Acusar de mentirosa a una persona
en la que siempre se ha confiado es algo muy serio. Muy serio, ciertamente
—repitió.
—Nosotros
tememos que a lo mejor ella ni siquiera está mintiendo —dijo Susana—. Pensamos
que algo puede andar mal en Lucía.
—¿Locura,
quieren decir? —preguntó fríamente el Profesor—. ¡Oh! Eso pueden descartarlo
muy rápidamente. No tienen más que mirarla para darse cuenta que no está loca.
—Pero
entonces... —comenzó Susana. Se detuvo. Ella nunca hubiera esperado, ni en
sueños, que un adulto les hablaría como lo hacía el Profesor. No supo qué
pensar.
—¡Lógica!
—dijo el Profesor como para sí—. ¿Por qué hoy no se enseña lógica en los
colegios? Hay sólo tres posibilidades: su hermana miente, está loca o dice la
verdad. Ustedes saben que ella no miente y es obvio que no está loca. Por el
momento, y a no ser que se presente otra evidencia, tenemos que asumir que ella
dice la verdad.
Susana
lo miró sostenidamente y por su expresión pudo deducir que, en realidad, no se
estaba riendo de ellos.
—Pero,
¿cómo puede ser cierto, señor? —dijo Pedro.
—¿Por
qué dice eso?
—Bueno,
por una cosa en primer lugar —contestó Pedro—. Si esa historia fuera real, ¿por
qué no encontramos ese país cada vez que abrimos el ropero? No había nada allí
cuando fuimos todos a ver.
Incluso
Lucía reconoció que no había nada.
—¿Qué
tiene que ver eso con todo esto? —preguntó el Profesor.
—Bueno,
señor, si las cosas son reales, deberían estar allí todo el tiempo.
—¿Están?
—dijo el Profesor. Pedro no supo qué contestar.
—Pero
ni siquiera hubo tiempo —interrumpió Susana—. Lucía no tuvo tiempo de haber ido
a ninguna parte, aunque ese lugar existiera. Vino corriendo tras de nosotros en
el mismo instante en que salíamos de la habitación. Fue menos de un minuto y
ella pretende haber estado afuera durante horas.
—Eso
es, precisamente, lo que hace más probable que su historia sea verdadera —dijo
el Profesor—. Si en esta casa hay realmente una puerta que conduce hacia otros
mundos (y les advierto que es una casa muy extraña y que incluso yo sé muy poco
sobre ella); si, como les digo, ella se introdujo en otro mundo, no me
sorprendería en absoluto que éste tuviera su tiempo propio. Así, no tendría
importancia cuánto tiempo permaneciera uno allá, pues no tomaría nada de
nuestro tiempo. Por otro lado, no creo que muchas niñas de su edad puedan
inventar una idea como ésta por sí solas. Si ella hubiera imaginado toda esa
historia, se habría escondido durante un tiempo razonable antes de aparecer y
contar su aventura.
—¿Realmente
usted piensa que puede haber otros mundos como ése en cualquier parte, así, a
la vuelta de la esquina? —preguntó Pedro.
—No
imagino nada que pueda ser más probable —dijo el Profesor. Se sacó los anteojos
y comenzó a limpiarlos mientras murmuraba para sí—: Me pregunto, ¿qué es lo que
enseñan en estos colegios?
—Pero,
¿qué vamos a hacer nosotros? —preguntó Susana. Ella sentía que la conversación
comenzaba a alejarse del problema.
—Mi
querida jovencita —dijo el Profesor, mirando repentinamente a ambos niños con
una expresión muy penetrante—, hay un plan que nadie ha sugerido todavía y que
vale la pena ensayar.
—¿De
qué se trata? —preguntó Susana.
—Podríamos
tratar todos de preocuparnos de nuestros propios asuntos.
Y ese
fue el final de la conversación.
Después
de esto las cosas mejoraron mucho para Lucía. Pedro se preocupó especialmente
para que Edmundo dejara de molestarla y ninguno de ellos —Lucía, menos que
nadie—se sintió inclinado a mencionar el ropero para nada. Éste se había
transformado en un tema más bien alarmante. De este modo, por un tiempo pareció
que todas las aventuras habían llegado a su fin. Pero no sería así.
La casa
del Profesor, de la cual él mismo sabía muy poco, era tan antigua y famosa que
gente de todas partes de Inglaterra solía pedir autorización para visitarla.
Era el tipo de casa que se menciona en las guías turísticas e, incluso, en las
historias. En torno a ella se tejían toda clase de relatos. Algunos más
extraños aun que el que yo les estoy contando ahora. Cuando los turistas
solicitaban visitarla, el Profesor siempre accedía. La señora Macready, el ama
de llaves, los guiaba por toda la casa y les hablaba de los cuadros, de la
armadura, y de los antiguos y raros libros de la biblioteca.
A la
señora Macready no le gustaban los niños, y menos aún, ser interrumpida
mientras contaba a los turistas todo lo que sabía. Durante la primera mañana de
visitas había dicho a Pedro y a Susana (además de muchas otras instrucciones):
«Por favor, recuerden que no deben entrometerse cuando yo muestro la casa».
—Como
si alguno de nosotros quisiera perder la mañana dando vueltas por la casa con
un tropel de adultos desconocidos —había replicado Edmundo. Los otros niños
pensaban lo mismo. Así fue como las aventuras comenzaron nuevamente.
Algunas
mañanas después, Pedro y Edmundo estaban mirando la armadura. Se preguntaban si
podrían desmontar algunas piezas, cuando las dos hermanas aparecieron en la
sala.
—¡Cuidado!
—exclamaron—. Viene la señora Macready con una cuadrilla completa.
—¡Justo
ahora! —dijo Pedro.
Los
cuatro escaparon por la puerta del fondo, pero cuando pasaron por la pieza
verde y llegaron a la biblioteca, sintieron las voces delante de ellos. Se
dieron cuenta que el ama de llaves había conducido a los turistas por las
escaleras de atrás en lugar de hacerlo por las del frente, como ellos
esperaban.
¿Qué
pasó después? Quizás fue que perdieron la cabeza, o que la señora Macready
trataba de alcanzarlos, o que alguna magia de la casa había despertado y los
llevaba directo a Narnia... Lo cierto es que los niños se sintieron perseguidos
desde todas partes, hasta que Susana gritó:
—¡Turistas
antipáticos! ¡Aquí! Entremos en el cuarto del ropero hasta que ellos se hayan
ido. Nadie nos seguirá hasta este lugar.
Pero en
el momento en que estuvieron dentro de esa habitación, escucharon las voces en
el pasillo. Luego, alguien pareció titubear ante la puerta y entonces ellos
vieron que la perilla daba vuelta.
—¡Rápido!
—exclamó Pedro, abriendo el guardarropa—. No hay ningún otro lugar.
A
tientas en la oscuridad, los cuatro niños se precipitaron dentro del ropero.
Pedro sostuvo la puerta junta, pero no la cerró. Por supuesto, como toda persona
con sentido común, recordó que uno jamás debe encerrarse en un armario.
CAPÍTULO
6
EN EL
BOSQUE
—Ojalá
la señora Macready se apresure y se lleve pronto de aquí a toda esa gente —dijo
Susana, poco después—. Estoy terriblemente acalambrada.
—¡Qué
fuerte olor a alcanfor hay aquí! —exclamó Edmundo.
—Seguro
que los bolsillos de estos abrigos están llenos de bolas de alcanfor para
espantar las polillas —repuso Susana.
—Algo
me está clavando en la espalda —dijo Pedro.
—Además
hace un frío espantoso —agregó Susana.
—Ahora
que tú lo dices, está muy frío, y también mojado. ¿Qué pasa en este lugar?
Estoy sentado sobre algo húmedo. Esto está cada minuto más húmedo —dijo Pedro y
se puso de pie.
—Salgamos
de aquí —dijo Edmundo—. Ya se fueron.
—¡Oh,
oh! —gritó Susana, de repente; y, cuando todos preguntaron qué le pasaba, ella
exclamó—: ¡Estoy apoyada en un árbol!... ¡Miren! Allí está aclarando.
—¡Santo
Dios! —gritó Pedro—. ¡Miren allá..., y allá! Hay árboles por todos lados. Y
esto húmedo es nieve. De verdad creo que hemos llegado al bosque de Lucía
después de todo.
Ahora
no había lugar a dudas. Los cuatro niños se quedaron perplejos ante la claridad
de un frío día de invierno. Tras ellos colgaban los abrigos en sus perchas; al
frente se levantaban los árboles cubiertos de nieve.
Pedro
se volvió inmediatamente hacia Lucía.
—Perdóname
por no haberte creído. Lo siento mucho. ¿Me das la mano?
—Por
supuesto —dijo Lucía, y así lo hizo.
—Y
ahora —preguntó Susana—, ¿qué haremos?
—¿Que
qué haremos? —dijo Pedro—. Ir a explorar el bosque, por supuesto.
—¡Uf!
—exclamó Susana, golpeando sus pies en el suelo—. Hace demasiado frío. ¿Qué tal
si nos ponemos algunos de estos abrigos?
—No son
nuestros —dijo Pedro, un tanto dudoso.
—Estoy
segura que a nadie le importará —replicó Susana—. Esto no es como si nosotros
quisiéramos sacarlos de la casa. Ni siquiera los vamos a sacar del ropero.
—Nunca
lo habría pensado así —dijo Pedro—. Ahora veo, tú me has puesto en la pista.
Nadie podría decir que te has llevado el abrigo mientras lo dejes en el lugar
en que lo encontraste. Y yo supongo que este país entero está dentro de este
ropero.
Inmediatamente
llevaron a cabo el plan de Susana. Los abrigos, demasiado grandes para ellos,
les llegaban a los talones. Más bien parecían mantos reales. Pero todos se
sintieron muy confortables y, al mirarse, cada uno pensó que se veían mucho
mejor en sus nuevos atuendos y más de acuerdo con el paisaje.
—Imaginemos
que somos exploradores árticos —dijo Lucía.
—A mí
me parece que la aventura ya es suficientemente fantástica como para imaginarse
otra cosa —dijo Pedro, mientras iniciaba la marcha hacia el bosque. Densas
nubes oscurecían el cielo y parecía que antes de anochecer volvería a nevar.
—¿No
creen que deberíamos ir más hacia la izquierda si queremos llegar hasta el
farol? — preguntó Edmundo. Olvidó por un instante que debía aparentar que jamás
había estado antes en aquel bosque. En el momento en que esas palabras salieron
de su boca, se dio cuenta que se había traicionado. Todos se detuvieron, todos lo
miraron fijamente. Pedro lanzó un silbido.
—Entonces
era cierto que habías estado aquí, como aseguraba Lucía —dijo—. Y tú declaraste
que ella mentía...
Se
produjo un silencio mortal.
—Bueno,
de todos los seres venenosos... —dijo Pedro, y se encogió de hombros sin decir
nada más. En realidad no había nada más que decir y, de inmediato, los cuatro
reanudaron la marcha. Pero Edmundo pensaba para sí mismo: «Ya me las pagarán
todos ustedes, manada de pedantes, orgullosos y satisfechos».
—¿Hacia
dónde vamos? —preguntó Lucía, sólo con la intención de cambiar el tema.
—Yo
pienso que Lu debe ser nuestra guía —dijo Pedro—. Bien se lo merece. ¿Hacia
dónde nos llevarás, Lu?
—¿Qué
les parece si vamos a ver al señor Tumnus? Es ese Fauno tan encantador de quien
les he hablado.
Todos
estuvieron de acuerdo. Caminaron animadamente y pisando fuerte. Lucía demostró
ser una buena guía. En un comienzo ella tuvo dudas. No sabía si sería capaz de
encontrar el camino, pero pronto reconoció su árbol viejo en un lugar y un
arbusto en otro y los llevó hasta el sitio donde el sendero se tornaba
pedregoso. Luego llegaron al pequeño valle y, por fin, a la entrada de la
caverna del señor Tumnus. Allí los esperaba una terrible sorpresa.
La
puerta había sido arrancada de sus bisagras y hecha pedazos. Adentro, la
caverna estaba oscura y fría. Un olor húmedo, característico de los lugares que
no han sido habitados por varios días, lo invadía todo. La nieve amontonada
fuera de la cueva, poco a poco había entrado por el hueco de la puerta y,
mezclada con cenizas y leña carbonizada, formaba una espesa capa negra sobre el
suelo.
Aparentemente,
alguien había tirado y esparcido todo en la habitación, y luego lo había
pisoteado. Platos y tazas, la vajilla..., todo estaba hecho añicos en el suelo.
El retrato del padre del Fauno había sido cortado con un cuchillo en mil
pedazos.
—Este
lugar no sirve para nada —dijo Edmundo—. No valía la pena venir hasta aquí.
—¿Qué
es esto? —dijo Pedro, agachándose. Había encontrado un papel clavado en la
alfombra, sobre el suelo.
—¿Hay
algo escrito? —preguntó Susana.
—Sí,
creo que sí. Pero con esta luz no puedo leer. Vamos afuera, al aire libre.
Salieron
hacia la luz del día y todos rodearon a Pedro mientras él leía las siguientes
palabras:
El
dueño de esta morada, Fauno Tumnus, está bajo arresto y espera ser juzgado por
el cargo de Alta Traición contra su Majestad Imperial Jadis, Reina de Narnia,
Señora de Cair Paravel, Emperadora de las Islas Solitarias, etc. También se le
acusa de prestar auxilio a los enemigos de su Majestad, de encubrir espías y de
hacer amistad con Humanos.
Firmado
Fenris Ulf,
Capitán
de la Policía Secreta, ¡VIVA LA REINA!
Los
niños se miraron fijamente unos a otros.
—No sé
si me va a gustar este lugar, después de todo —dijo Susana.
—¿Quién
es esta Reina, Lu? —preguntó Pedro—. ¿Sabes algo de ella?
—No es
una verdadera Reina; de ninguna manera —contestó Lucía—. Es una horrible bruja,
la Bruja Blanca. Toda la gente del bosque la odia. Ella ha sometido a un
encantamiento al país entero y, desde entonces, aquí es siempre invierno y
nunca Navidad.
—Me
pregunto si tiene algún sentido seguir adelante —dijo Susana—. Este no parece
ser un lugar seguro, ni tampoco divertido. Cada minuto hace más frío y no
trajimos nada para comer. ¿Qué les parece si regresamos?
—No
podemos. Realmente no podemos —dijo Lucía—. ¿No ven lo que ha pasado? No
podemos ir a casa después de todo esto. El Fauno está en problemas por mi
culpa. Él me escondió de la Bruja Blanca y me mostró el camino de vuelta. Ese
es el significado de «prestar auxilio a los enemigos de la Reina y hacer
amistad con los Humanos». Debemos tratar de rescatarlo.
—¡Como
si nosotros pudiéramos hacer mucho! —exclamó Edmundo—. Ni siquiera tenemos algo
para comer.
—¡Cállate!
—le contestó Pedro, que todavía estaba enojado con él—. ¿Qué crees tú, Susana?
—Tengo
la horrible sospecha que Lucía está en la razón —dijo Susana—. No quisiera
avanzar un solo paso más. Incluso desearía no haber venido jamás. Sin embargo,
creo que debemos hacer algo por el señor no-sé-cuánto..., quiero decir el
Fauno.
—Eso es
también lo que yo siento —dijo Pedro—. Me preocupa no tener nada para comer.
Les propongo volver y buscar algo en la despensa, aunque, según creo, no hay
ninguna seguridad en que se pueda regresar a este país una vez que se lo
abandona. Bueno, creo que debemos seguir adelante.
—Yo
también lo creo así —dijeron ambas niñas al mismo tiempo.
—Si
solamente supiéramos dónde fue encerrado ese pobre Fauno.
Estaban
todavía sin saber qué hacer cuando Lucía exclamó:
—¡Miren!
¡Allí hay un pájaro de pecho rojo! Es el primer pájaro que veo en este país. Me
pregunto si aquí en Narnia ellos hablarán. Parece como si quisiera decirnos
algo.
Entonces
la niña se volvió hacia el Petirrojo y le dijo:
—Por
favor, ¿puedes decirme dónde ha sido llevado el señor Tumnus?
Lucía
dio unos pasos hacia el pájaro. Inmediatamente éste voló, pero sólo hasta el
próximo árbol. Desde allí los miró fijamente, como si hubiera entendido todo lo
que le había dicho. En forma casi inconsciente, los cuatro niños avanzaron uno
o dos pasos hacia el Petirrojo. De nuevo éste voló hasta el árbol más cercano y
volvió a mirarlos muy fijo. (Seguro que ustedes no han encontrado jamás un
petirrojo con un pecho tan rojo ni ojos tan brillantes como ése.) —¿Saben?
Realmente creo que pretende que nosotros lo sigamos —dijo Lucía.
—Yo
pienso lo mismo —dijo Susana—. ¿Qué crees tú, Pedro?
—Bueno,
podemos tratar de hacerlo.
El
pájaro pareció entender perfectamente el asunto. Continuó de árbol en árbol,
siempre unos pocos metros delante de ellos, pero siempre muy cerca para que
pudieran seguirlo con facilidad. De esta manera los condujo abajo de la colina.
Cada vez que el Petirrojo se detenía, una pequeña lluvia de nieve caía de la
rama en que se había posado. Poco después, las nubes en el cielo se abrieron y
dieron paso al sol del invierno; alrededor de ellos la nieve adquirió un brillo
deslumbrante.
Llevaban
poco más de media hora de camino. Las dos niñas iban adelante. Edmundo se
acercó a Pedro y le dijo:
—Si no
te crees todavía demasiado grande y poderoso como para hablarme, tengo algo que
decirte y será mejor que me escuches.
—¿Qué
cosa?
—¡Silencio!
No tan fuerte. No sería bueno asustar a las niñas —dijo Edmundo—. ¿Te has dado
cuenta de lo que estamos haciendo?
—¿Qué?
—preguntó Pedro nuevamente en un murmullo.
—Estamos
siguiendo a un guía que no conocemos. ¿Cómo podemos saber de qué lado está ese
pájaro? Perfectamente podría conducirnos a una trampa.
—¡Qué
idea tan desagradable! —dijo Pedro—. Es un petirrojo. Hay pájaros buenos en
todas las historias que he leído. Estoy seguro que un petirrojo no se equivoca
de lado.
—Y
ahora que hablamos de eso, ¿cuál es el lado bueno? ¿Cómo podemos saber con
certeza que los Faunos están en el lado bueno y la Reina (sí, ya sé que nos han
dicho que es una bruja) en el lado malo? Realmente no sabemos nada de ninguno.
—El
Fauno salvó a Lucía.
—Él
dijo que lo había hecho. Pero, ¿cómo podemos saber que es así? Además, otra
cosa.
¿Alguno
de nosotros tiene la menor idea de cuál es el camino de vuelta desde aquí?
—¡Caramba!
No había pensado en eso —dijo Pedro.
—Y
tampoco tenemos ninguna posibilidad de comer —agregó Edmundo.
CAPÍTULO
7
UN DÍA
CON LOS CASTORES
Los dos
hermanos hablaban en secreto cuando, de pronto, las niñas se detuvieron.
—¡El
Petirrojo! —gritó Lucía—. ¡El Petirrojo! ¡Se ha ido!
Y así
era... El petirrojo había volado hasta perderse de vista.
—¿Qué
vamos a hacer ahora? —preguntó Edmundo, mientras daba una mirada a Pedro con
ojos de «¿qué te había dicho yo?»
—¡Chist!
¡Miren! —exclamó Susana.
—¿Qué?
—preguntó Pedro.
—Algo
se mueve entre los árboles..., por allí, a la izquierda.
Todos
miraron atentamente, ninguno de ellos muy tranquilo.
—¡Allí
está otra vez! —dijo Susana.
—Esta
vez yo también lo vi —dijo Pedro—. Todavía está ahí. Desapareció detrás de ese
gran árbol.
—¿Qué
es? —preguntó Lucía, tratando por todos los medios que su voz no reflejara su
nerviosismo.
—No lo
sé —dijo Pedro—, pero en todo caso es algo que se está escabullendo; algo que
no quiere ser visto.
—Vayámonos
a casa —murmuró Susana.
Entonces,
aunque nadie lo dijo en voz alta, en ese momento todos se dieron cuenta que
estaban perdidos, tal como Edmundo lo había dicho en secreto a Pedro.
—¿A qué
se parece? —preguntó Lucía, volviendo a fijar su atención en aquello que se
movía.
—Es una
especie de animal —dijo Susana—. ¡Miren! ¡Rápido! ¡Allí está!
Esta
vez todos lo vieron. Una cara barbuda los miraba desde detrás de un árbol. Pero
ahora no desapareció inmediatamente. En lugar de ello, el animal puso sus
garras contra su boca, en un gesto idéntico al de los humanos que ponen sus
dedos en sus labios cuando quieren que alguien guarde silencio. Luego se
escondió de nuevo. Los niños se quedaron inmóviles, conteniendo la respiración.
Momentos
más tarde el extraño ser reapareció tras el árbol. Miró hacia todos lados, como
si temiera que alguien lo estuviese observando, y dijo «silencio», o algo
parecido. Después hizo unas señales a los niños como para indicarles que se reunieran
con él en lo más espeso del bosque, y desapareció otra vez.
—Ya sé
qué es —dijo Pedro—. Es un castor. Le vi la cola.
—Quiere
que nos acerquemos a él —dijo Susana—, y nos ha prevenido para que no hagamos
el menor ruido.
—Así me
parece —dijo Pedro—. ¿Qué haremos? ¿Vamos con él o no? ¿Qué piensas tú, Lucía?
—Yo
creo que es un buen Castor —dijo ésta.
—Sí,
pero, ¿cómo podemos saberlo? —replicó Edmundo.
—Tendremos
que arriesgarnos —dijo Susana—. Por otra parte, no ganamos nada con seguir
parados aquí, pensando en que tenemos hambre.
El
Castor se asomó nuevamente detrás del árbol y, con gran ansiedad, comenzó a
hacerles señas con la cabeza.
—Vamos
—dijo Pedro—. Démosle una oportunidad. Pero tenemos que mantenernos muy unidos
frente al Castor, por si resulta ser un enemigo.
Los
niños, muy juntos unos a otros, caminaron hacia el árbol. Por cierto, tras él
encontraron al Castor. Este retrocedió aún más y con voz ronca murmuró:
—Más
acá, vengan más acá. ¡No estaremos a salvo en este espacio tan abierto!
Sólo cuando
los hubo conducido a un lugar oscuro, en el que había cuatro árboles tan juntos
que sus ramas entrecruzadas cerraban incluso el paso a la nieve y en el suelo
se veían la tierra café y las agujas de los pinos, se decidió a hablar.
—¿Son
ustedes los Hijos de Adán y las Hijas de Eva?
—Sí.
Somos algunos de ellos —dijo Pedro.
—¡Chist!
—dijo el Castor—. No tan alto, por favor. Ni siquiera aquí estamos a salvo.
—¿Por
qué? ¿A quién le tiene miedo? —preguntó Pedro—. En este lugar no hay nadie más
que nosotros.
—Están
los árboles —dijo el Castor—. Están siempre oyendo. La mayoría de ellos está de
nuestro lado, pero hay algunos que nos traicionarían ante ella... Saben a quién
me refiero, supongo —agregó.
—Si
estamos hablando de tomar partido, ¿cómo podemos saber que usted es un amigo?
—dijo Edmundo.
—No
queremos parecer mal educados, señor Castor —dijo Pedro—, pero, como usted ve,
nosotros somos extranjeros.
—Está
bien, está bien —dijo el Castor—. Aquí está mi distintivo.
Con
estas palabras levantó hacia ellos un objeto blanco y pequeño. Todos se
quedaron mirándolo sorprendidos, hasta que Lucía exclamó:
—¡Oh!
¡Por supuesto! Es mi pañuelo..., el que le di al pobre señor Tumnus.
—Exactamente
—dijo el Castor—. Pobre amigo..., le llegó el anuncio del arresto un poco antes
que lo apresaran. Me dijo que si algo le sucedía, debía encontrarme contigo y
llevarte a...
Aquí la
voz del Castor se transformó en silencio e inclinó una o dos veces la cabeza de
un modo muy misterioso. Luego hizo una seña a los niños para que se acercaran
junto a él, tanto que casi los rozó con sus bigotes mientras murmuraba:
—Dicen
que Aslan se ha puesto en movimiento... Quizás ha aterrizado ya.
En ese
momento sucedió una cosa muy curiosa.
Ninguno
de los niños sabía quién era Aslan, pero en el mismo instante en que el Castor
pronunció esas palabras, cada uno de ellos experimentó una sensación diferente.
A lo
mejor les ha pasado alguna vez en un sueño que alguien dice algo que uno no
entiende, pero siente que tiene un enorme significado... Puede ser aterrador,
lo cual transforma el sueño en pesadilla. O bien, encantador, demasiado
encantador para traducirlo en palabras. Esto hace que el sueño sea tan hermoso
que uno lo recuerda durante toda la vida y siempre desea volver a soñar lo
mismo.
Una
cosa así sucedió ahora. El nombre de Aslan despertó algo en el interior de cada
uno de los niños. Edmundo tuvo una sensación de misterioso horror. Pedro se
sintió de pronto valiente y aventurero. Susana creyó que alrededor de ella
flotaba un aroma delicioso, a la vez que escuchaba algunos acordes musicales
bellísimos. Lucía experimentó un sentimiento como el que se tiene al despertar
una mañana y darse cuenta que ese día comienzan las vacaciones o el verano.
—¿Y qué
pasa con el señor Tumnus? —preguntó Lucía—. ¿Dónde está?
—¡Chist!
—dijo el Castor—. No está aquí. Debo llevarlos a un lugar donde realmente
podamos tener una verdadera conversación y, también, comer.
Ninguno
de los niños, excepto Edmundo, tuvo dificultades para confiar en el Castor;
pero todos, incluso él, se alegraron al escuchar la palabra «comer». Siguieron
con entusiasmo a este nuevo amigo, que los condujo, durante más de una hora, a
un paso sorprendentemente rápido y siempre a través de lo más espeso del
bosque.
De
pronto, cuando todos se sentían muy cansados y muy hambrientos, comenzaron a
salir del bosque. Frente a ellos los árboles eran ahora más delgados y el
terreno comenzó a descender en forma abrupta. Minutos más tarde estuvieron bajo
el cielo abierto y se encontraron contemplando un hermoso paisaje.
Estaban
en el borde de un angosto y escarpado valle, en cuyo fondo corría —es decir,
debería correr si no hubiera estado completamente congelado— un río
medianamente grande. Justo bajo ellos había sido construido un dique que lo
atravesaba. Cuando los niños lo vieron, recordaron de pronto que los castores
siempre construyen enormes diques y no les cupo duda que ése era obra del
Castor. También advirtieron que su rostro reflejaba cierta expresión de
modestia, como la de cualquier persona cuando uno visita un jardín que ella
misma ha plantado o lee un cuento que ella ha escrito. De manera que su
habitual cortesía obligó a Susana a decir:
—¡Qué
maravilloso dique!
Y esta
vez el Castor no dijo «silencio».
—¡Es
sólo una bagatela! ¡Sólo una bagatela! Ni siquiera está terminado.
Hacia
el lado de arriba del dique estaba lo que debió haber sido un profundo
estanque, pero ahora, por supuesto, era una superficie completamente lisa y
cubierta de hielo de color verde oscuro. Hacia el otro lado, mucho más abajo,
había más hielo, pero, en lugar de ser liso, estaba congelado en espumosas y
ondeadas formas, tal como el agua corría cuando llegó la helada. Y donde ésta
había estado goteando y derramándose a través del dique, había ahora una
brillante cascada de carámbanos, como si ese lado del muro que contenía el agua
estuviera completamente cubierto de flores, guirnaldas y festones de azúcar
pura.
En el
centro y, en cierto modo, en el punto más importante y alto del dique, había
una graciosa casita que más bien parecía una enorme colmena. Desde su techo, a
través de un agujero, se elevaba una columna de humo. Cuando uno la veía
(especialmente si tenía hambre), de inmediato recordaba la comida y se sentía
aún más hambriento.
Esto
fue lo que los niños observaron por sobre todo; pero Edmundo vio algo más. Río
abajo, un poco más lejos, había un segundo río, algo más pequeño, que venía
desde otro valle a juntarse con el río más grande. Al contemplar ese valle,
Edmundo pudo ver dos colinas. Estaba casi seguro que ésas eran las mismas dos
colinas que la Bruja Blanca le había señalado cuando se encontraban junto al
farol, momentos antes que él se separara de ella. Allí, sólo a una milla o
quizás menos, debía estar su palacio. Pensó entonces en las Delicias turcas, en
la posibilidad de ser Rey («¿Qué le parecería esto a Pedro?», se preguntó) y en
varias otras ideas horribles que acudieron a su mente.
—Hemos
llegado —dijo el Castor—, y parece que la señora Castora nos espera. Yo los
guiaré... ¡Cuidado, no vayan a resbalar!
Aunque
el dique era suficientemente amplio, no era (para los humanos) un lugar muy
agradable para caminar porque estaba cubierto de hielo. A un costado se
encontraba, al mismo nivel, esa gran superficie helada; y al otro se veía una
brusca caída hacia el fondo del río. Mientras marchaban en fila india,
dirigidos por el Castor, a través de toda esta ruta, los niños pudieron
observar el largo camino del río hacia arriba y el largo y descendente camino
del río hacia abajo.
Cuando
llegaron al centro del dique, se detuvieron ante la puerta de la casa.
—Aquí
estamos, señora Castora —dijo el Castor—. Los encontré. Aquí están los Hijos e
Hijas de Adán y Eva.
Lo
primero que al entrar atrajo la atención de Lucía fue un sonido ahogado y lo
primero que vio fue a una anciana Castora de mirada bondadosa, que estaba
sentada en un rincón, con un hilo en su boca, trabajando afanada ante su
máquina de coser. Precisamente de allí venía el extraño sonido. Apenas los
niños entraron en la casa, dejó su trabajo y se puso de pie.
—¡Por
fin han venido! —exclamó, con sus arrugadas manos en alto—. ¡Al fin! ¡Pensar
que siempre he vivido para ver este día! Las papas están hirviendo; la tetera,
silbando, y me atrevo a decir que el señor Castor nos traerá pescado.
—Eso
haré —dijo él y salió de la casa, llevando un balde (Pedro lo siguió).
Caminaron sobre la superficie de hielo hasta el lugar donde el Castor había
hecho un agujero, que mantenía abierto trabajando todos los días con su hacha.
El
Castor se sentó tranquilamente en el borde del agujero (parecía no importarle
para nada el intenso frío), y se quedó inmóvil, mirando el agua con gran
concentración. De pronto hundió una de sus garras a toda velocidad y antes que
uno pudiera decir «amén», había agarrado una hermosa trucha. Una y otra vez
repitió la misma operación hasta que consiguió una espléndida pesca.
Mientras
tanto las niñas ayudaban a la señora Castora. Llenaron la tetera, arreglaron la
mesa, cortaron el pan, colocaron las fuentes en el horno, pusieron la sartén al
fuego y calentaron la grasa gota a gota. También sacaron cerveza de un barril
que se encontraba en un rincón de la casa, y llenaron un enorme jarro para el
señor Castor. Lucía pensaba que los Castores tenían una casita muy confortable,
aunque no se asemejaba en nada a la cueva del señor Tumnus. No se veían libros
ni cuadros y, en lugar de camas, había literas adosadas a la pared, como en los
buques. Del techo colgaban jamones y trenzas de cebollas. Y alrededor de la
habitación, contra las murallas, había botas de goma, ropa impermeable, hachas,
grandes tijeras, palas, lianas, vasijas para transportar materiales de
construcción, cañas de pescar, redes y sacos. Y el mantel que cubría la mesa,
aunque muy limpio, era áspero y tosco.
En el
preciso momento en que el aceite chirriaba en la sartén, el Castor y Pedro
regresaron con el pescado ya preparado para freírlo. El Castor lo había abierto
con su cuchillo y lo había limpiado antes de entrar en la casa. Pueden ustedes
imaginar qué bien huele mientras se fríe un pescado recién sacado del agua y
cuánto más hambrientos estarían los niños antes que la señora Castora dijera:
—Ahora
estamos casi listos.
Susana
retiró las papas del agua en que se habían cocido y las puso en una marmita
para secarlas cerca del fogón, mientras Lucía ayudaba a la señora Castora a
disponer las truchas en una fuente. En pocos segundos cada uno tomó un
banquillo (todos eran de tres patas, sólo la señora Castora tenía una mecedora
especial cerca del fuego) y se preparó para ese agradable momento. Había un
jarro de leche cremosa para los niños (el Castor se aferraba a su cerveza), y,
al centro de la mesa, un gran trozo de mantequilla, para que cada uno le pusiera
a las papas toda la que quisiese. Los niños pensaron —y yo estoy de acuerdo con
ellos— que no había nada más exquisito en el mundo que un pescado recién salido
del agua y cocinado al instante. Cuando terminaron con las truchas, la señora
Castora retiró del horno un inesperado, humeante y glorioso rollo de bizcocho
con mermelada. Al mismo tiempo, movió la tetera en el fuego para preparar el
té. Así, después del postre, cada uno tomó su taza de té, empujó su banquillo
para arrimarlo a la pared, y volvió a sentarse cómodo y satisfecho.
—Y
ahora —dijo el Castor, empujando lejos su jarro de cerveza ya vacío y acercando
su taza de té—, si ustedes esperan sólo a que yo encienda mi pipa, podremos
hablar de nuestros asuntos. Está nevando otra vez —agregó, volviendo sus ojos
hacia la ventana—. Me parece espléndido, porque así no tendremos visitas; y si
alguien ha tratado de seguirnos, ya no podrá encontrar ninguna huella.
CAPÍTULO
8
LO QUE
SUCEDIÓ DESPUÉS DE LA COMIDA
—Cuéntenos
ahora, por favor, qué le pasó al señor Tumnus —dijo Lucía.
—¡Ah,
eso está mal! —dijo el Castor, moviendo la cabeza—. Es un asunto muy, muy malo.
No hay duda alguna del hecho que se lo llevó la policía. Lo supe por un pájaro
que estuvo presente cuando lo apresaron.
—Pero,
¿a dónde lo llevaron? —preguntó Lucía.
—Bueno,
ellos iban rumbo al norte la última vez que los vieron. Todos sabemos lo que
eso significa.
—Nosotros
no —dijo Susana.
El
Castor movió la cabeza con desaliento.
—Temo
que lo llevaron a la casa de ella.
—Pero,
¿qué le harán, señor Castor? —insistió Lucía, con ansiedad.
—No se
puede saber con certeza. No son muchos los que han regresado después de haber
sido llevados allá. Estatuas... Dicen que ese lugar está lleno de estatuas. En
el jardín, en las escalinatas, en el salón... Gente que ella ha transformado...
—se detuvo y se estremeció—, transformado en piedra.
—Pero,
señor Castor —dijo Lucía—, nosotros podemos..., mejor dicho, debemos hacer algo
para salvarlo. Es demasiado espantoso que todo esto sea por mi culpa.
—No me
queda duda del hecho que tú lo salvarías si pudieras, queridita —dijo la señora
Castora—. Sin embargo, no hay ninguna posibilidad de entrar en esa casa contra
la voluntad de ella, ni menos de salir con vida.
—¿No
podríamos planear alguna estratagema? —preguntó Pedro—. Como disfrazarnos o
pretender que somos..., buhoneros o cualquier cosa..., o vigilar hasta que ella
salga..., o... ¡Caramba! Tiene que haber una manera. Este Fauno se arriesgó
para salvar a mi hermana. No podemos permitir que se convierta..., que sea...,
que hagan eso con él.
—Eso no
serviría para nada, Hijo de Adán —dijo el Castor—. Tu intento sería muy
complicado para todos y no serviría para nada. Pero ahora que Aslan está en
movimiento.
—¡Oh,
sí! Cuéntenos de Aslan —dijeron varias voces al mismo tiempo. Otra vez los
invadió ese extraño sentimiento..., como si para ellos hubiera llegado la
primavera, como si hubieran recibido muy buenas noticias.
—¿Quién
es Aslan? —preguntó Susana.
—¿Aslan?
¡Cómo! ¿Es que ustedes no lo saben? Es el Rey. Es el Señor de todo el bosque,
pero no viene muy a menudo. Jamás en mi tiempo, ni en el tiempo de mi padre.
Sin embargo, corre la voz que él ha vuelto. Está en Narnia en este momento y
pondrá a la Reina en el lugar que le corresponde.
Él va a
salvar al señor Tumnus; no ustedes.
—¿Y no
lo transformará en piedra? —preguntó Edmundo.
—¡Por
Dios, Hijo de Adán! ¡Qué simpleza dices! —dijo el Castor y rió a carcajadas—.
¿Convertirlo a él en piedra? Si ella logra sostenerse en sus dos piernas y mirarlo
a la cara, eso será lo más que pueda hacer y, en todo caso, mucho más de lo que
yo creo. No, no. Él pondrá todo en orden, como dicen estos antiguos versos:
El mal
se trocará en bien, cuando Aslan aparezca.
Ante el
sonido de su rugido, las penas desaparecerán.
Cuando
descubra sus dientes, el invierno encontrará su muerte. Y cuando agite su
melena, tendremos nuevamente primavera.
—Entenderán
todo cuando lo vean —concluyó el Castor.
—Pero,
¿lo veremos? —preguntó Lucía.
—Para
eso los traje aquí, Hija de Eva. Los voy a guiar hasta el lugar adonde se
encontrarán con él.
—¿Es...,
es un hombre? —preguntó Lucía, vacilando.
—¡Aslan,
un hombre! —exclamó el Castor, con voz severa—. Ciertamente, no. Ya les dije
que es el Rey del bosque y el hijo del gran Emperador más allá de los Mares.
¿No saben quién es el Rey de los Animales? Aslan es un león... El León, el gran
león.
—¡Oh!
—exclamó Susana—. Pensé que era un hombre. Y él..., ¿se puede confiar en él?
Creo que me sentiré bastante nerviosa al conocer a un León.
—Así
será, queridita —dijo la señora Castora—. Eso es lo normal. Si hay alguien que
pueda presentarse ante Aslan sin que le tiemblen las rodillas, o es más
valiente que nadie en el mundo, o es, simplemente, un tonto.
—Entonces,
es peligroso —dijo Lucía.
—¿Peligroso?
—dijo el Castor—. ¿No oyeron lo que les dijo la señora Castora? ¿Quién ha dicho
algo sobre peligro? ¡Por supuesto que es peligroso! Pero es bueno. Es el Rey,
les aseguro.
—Estoy
deseoso de conocerlo —dijo Pedro—. Aunque sienta miedo cuando llegue el
momento.
—Eso
está bien, Hijo de Adán —dijo el Castor, dando un manotazo tan fuerte sobre la
mesa que hizo cascabelear las tazas y los platillos—. Lo conocerás. Corre la
voz que ustedes se reunirán con él, mañana si pueden, en la Mesa de Piedra.
—¿Dónde
queda eso? —preguntó Lucía.
—Les
mostraré el camino —dijo el Castor—. Es río abajo, bastante lejos de aquí. Los
guiaré hacia él.
—Pero,
entretanto, ¿qué pasará con el pobre señor Tumnus? —dijo Lucía.
—El
modo más rápido de ayudarlo es ir a reunirse con Aslan —dijo el Castor—. Una
vez que esté con nosotros, podemos comenzar a hacer algo. Pero esto no quiere
decir que no los necesitemos a ustedes también. Hay otro antiguo poema que dice
así:
Cuando
la carne de Adán y los huesos de Adán se sienten en el Trono de Cair Paravel,
los malos tiempos habrán sido desterrados para siempre.
—Por
esto —agregó el Castor—, dedujimos que todo está cerca del fin: él ha venido y
ustedes también. Nosotros sabíamos de la venida de Aslan a estos lugares desde
hace mucho tiempo. Nadie puede precisar cuándo. Pero nunca uno de la raza de
ustedes se había visto antes por aquí, jamás.
—Eso es
lo que yo no entiendo, señor —dijo Pedro—. La Bruja, ¿no es un ser humano?
—Eso es
lo que ella quiere que creamos —dijo el Castor—. Y precisamente en eso se basa
ella para reclamar su derecho a ser Reina. Pero ella no es Hija de Eva. Viene
de Adán, el padre de ustedes... (aquí el Castor hizo una reverencia) y de su
primera mujer, que ellos llaman Lilith. Ella era uno de los Jinn. Esto es por
un lado. Por el otro, ella desciende de los gigantes. No, no. No hay una gota
de sangre Humana en la Bruja.
—Por
eso ella es tan malvada —agregó la señora Castora.
—Verdaderamente
—asintió el Castor—. Puede haber dos tipos de personas entre los Humanos (sin
pretender que esto sea una ofensa para quienes nos acompañan), pero no hay dos
tipos para lo que parece Humano y no lo es.
—Yo he
conocido enanos buenos —dijo la señora Castora.
—Yo
también, ahora que lo mencionas —dijo su marido—, aunque bastante pocos, y
éstos eran los menos parecidos a los hombres. Pero, en general (oigan mi
consejo), cuando conozcan algo que va a ser Humano pero todavía no lo es, o que
era Humano y ya no lo es, o que debería ser Humano y no lo es, mantengan los
ojos fijos en él y el hacha en la mano. Por eso es que la Bruja siempre está
vigilando que no haya Humanos en Narnia. Ella los ha estado esperando por años,
y si supiera que ustedes son cuatro, se tornaría mucho más peligrosa.
—¿Qué
tiene que ver todo esto con lo que hablamos? —preguntó Pedro.
—Es
otra profecía —dijo el Castor—. En Cair Paravel (el castillo que está en la
costa, en la desembocadura de este río y donde tendría que estar la capital del
país, si todo fuera como debería ser) hay cuatro tronos. En Narnia, desde
tiempos inmemoriales, se dice que cuando dos Hijos de Adán y dos Hijas de Eva
ocupen esos cuatro tronos, no sólo el reinado de la Bruja Blanca llegará a su
fin sino también su vida. Por eso debíamos ser tan cautelosos en nuestro
camino. Si ella supiera algo de ustedes cuatro, sus vidas no valdrían ni
siquiera un pelo de mi barba.
Los
niños estaban tan concentrados en lo que el Castor les estaba contando, que
nada fuera de esto llamó su atención por un largo rato. Entonces, en un momento
de silencio que siguió a las últimas palabras del Castor, Lucía preguntó
sobresaltada:
—¿Dónde
está Edmundo?
Hubo
una pausa terrible y luego todos comenzaron a preguntar: «¿Quién había sido el
último que lo vio? ¿Cuánto tiempo hacía que no estaba allí? ¿Estaría fuera de
la casa?». Corrieron a la puerta. La nieve caía espesa y constantemente. Toda
la superficie de hielo verde había desaparecido bajo un grueso manto blanco y
desde el lugar donde se encontraba la pequeña casa, en el centro del dique,
difícilmente se divisaba cualquiera de las dos orillas del río. Salieron y
dieron vueltas alrededor de la casa en todas direcciones, mientras se hundían
hasta las rodillas en la suave nieve recién caída. «¡Edmundo, Edmundo!»,
llamaron hasta quedar roncos. Pero el silencioso caer de la nieva parecía
amortiguar sus voces y ni siquiera un eco les respondió.
—¡Qué
horror! —exclamó Susana, cuando por fin volvieron a entrar desesperados—. ¡Cómo
me arrepiento de haber venido!
—¡Dios
mío!... ¿Qué podemos hacer, señor Castor? —dijo Pedro.
—¿Hacer?
—dijo el Castor, que ya se estaba poniendo las botas para la nieve—. ¿Hacer?
Debemos irnos inmediatamente, sin perder un instante.
—Mejor
será que nos dividamos en cuatro —dijo Pedro—, y así todos iremos en distintas
direcciones. El que lo encuentre, deberá volver aquí de inmediato y...
—¿Dividirnos, Hijo de Adán? —preguntó el Castor—. ¿Para qué?
—Para
encontrar a Edmundo, por supuesto —dijo Pedro, un tanto alterado.
—No
vale la pena buscarlo a él —contestó el Castor.
—¿Qué
quiere decir? —preguntó Susana—. No puede estar muy lejos y tenemos que
encontrarlo. Pero, ¿qué quiere decir usted con eso que no servirá de nada
buscarlo?
—La
razón por la que les digo que no vale la pena buscarlo es porque todos sabemos
dónde está.
Los
niños lo miraron sorprendidos.
—¿No
entienden? —insistió el Castor—. Se ha ido con ella, con la Bruja Blanca. Nos
traicionó a todos.
—¡Oh...,
realmente! Él no puede haber hecho eso —exclamó Susana.
—¿No
puede? —dijo el Castor mirando duramente a los tres niños.
Todo lo
que ellos querían decir murió en sus labios. Cada uno tuvo, de pronto, la
certeza que era eso, exactamente, lo que Edmundo había hecho.
—Pero,
¿conocerá siquiera el camino? —preguntó Pedro.
El
Castor contestó con otra pregunta:
—¿Había
estado aquí antes? ¿Había estado alguna vez él solo aquí?
—Sí
—dijo Lucía, casi en un murmullo—; me temo que sí.
—¿Y les
contó lo que había hecho o con quién se había encontrado?
—No, no
lo hizo —dijo Pedro.
—Tomen
nota de mis palabras entonces —dijo el Castor—. Conoció a la Bruja Blanca, está
de su parte, y sabe dónde vive. No quise mencionar esto antes (después de todo
él es hermano de ustedes), pero en el momento en que puse mis ojos en ese niño,
me dije a mí mismo: «Es un traidor». Tenía la mirada de los que han estado con
la Bruja Blanca y han probado su comida. Si uno ha vivido largo tiempo en
Narnia, los distingue de inmediato. Hay algo en sus ojos, en su modo de mirar.
—Igual
tenemos que buscarlo —dijo Pedro con voz ahogada—. Es nuestro hermano, a pesar
de todo, aunque esté actuando como una pequeña bestia. Es sólo un niño.
—¿Irán
entonces a casa de la Bruja? —preguntó la señora Castora—. ¿No ven que la única
manera de salvarlo a él o de salvarse ustedes es permanecer lejos de ella?
—¿Qué
quiere decir, señora Castora? —dijo Lucía.
—Todo
lo que ella desea en este mundo es atraparlos a ustedes, a los cuatro. Ella
siempre está pensando en esos cuatro tronos de Cair Paravel. Una vez que se
encuentren dentro de su casa, su trabajo estará concluido..., y habrá cuatro
nuevas estatuas en su colección, antes que ustedes puedan siquiera hablar. En
cambio, ella mantendrá vivo a su hermano, mientras sea el único que ella tiene,
porque lo usará como señuelo, como carnada para atraparlos a todos.
—¡Oh!
¿Y nadie podrá ayudarnos?
—Sólo
Aslan —dijo el Castor—. Tenemos que ir a su encuentro de inmediato. Es nuestra
única posibilidad.
—A mí
me parece importante, queridos amigos —dijo la señora Castora—, saber en qué
momento escapó Edmundo. Lo que pueda informarle a ella depende de cuanto haya
oído. Por ejemplo, ¿habíamos hablado de Aslan antes que él se fuera? Si no lo
oyó, estaríamos bien, pues ella no sabe que Aslan ha venido a Narnia, ni que
planeamos encontrarnos con él. Así la tomaremos completamente desprevenida en
cuanto a esto.
—No
recuerdo si él estaba aquí cuando hablamos de Aslan... —comenzó a decir Pedro,
pero Lucía lo interrumpió.
—¡Oh,
sí! Estaba —dijo sintiéndose realmente enferma—. ¿No recuerdas que fue él quien
preguntó si la Bruja podría transformar a Aslan en piedra?
—¡Claro
que sí! —dijo Pedro—. Exactamente la clase de cosas que él dice, por lo demás.
—Peor y
peor —dijo el Castor—. Y luego está este otro punto: ¿Se acuerdan si él estaba
aquí cuando hablamos de encontrar a Aslan en la Mesa de Piedra?
Nadie
supo cuál era la respuesta a esa pregunta.
—Porque
si él estaba —continuó el Castor—, entonces ella se dirigirá en su trineo en
esa dirección y se instalará entre nosotros y la Mesa de Piedra. Nos atrapará
en nuestro camino y de hecho, imposibilitará nuestro encuentro con Aslan.
—No es
eso lo que ella hará primero —dijo la señora Castora—. No, si la conozco bien.
En el preciso instante en que Edmundo le cuente que ustedes están aquí, saldrá
a buscarlos; esta misma noche. Como él debe haber partido hace ya cerca de
media hora, ella llegará en unos veinte minutos más.
—Tienes
razón —dijo su marido—. Tenemos que salir todos de aquí inmediatamente. No hay
un minuto que perder.
CAPÍTULO
9
EN CASA
DE LA BRUJA
Ahora,
por supuesto, ustedes quieren saber qué le había sucedido a Edmundo. Había
comido de todo en la casa del Castor, pero no pudo gozar de nada, porque
durante ese tiempo sólo pensó en las Delicias turcas, y no hay nada que eche a
perder más el gusto de una buena comida como el recuerdo de otra comida mágica
pero perversa. También había escuchado la conversación, la cual tampoco le
agradó mucho porque él seguía convencido que los demás no lo tomaban en cuenta
ni le hacían ningún caso. A decir verdad, no era así, pero lo imaginaba.
Escuchó
lo que hablaban hasta el momento en que el Castor se refirió a Aslan y a los
preparativos para encontrarlo en la Mesa de Piedra. Fue entonces cuando comenzó
a avanzar muy despacio y disimuladamente hacia la cortina que colgaba sobre la
puerta. El nombre de Aslan le provocaba un sentimiento misterioso de horror,
así como en los demás producía sólo sensaciones agradables.
Cuando
el Castor les repetía el verso sobre La carne de Adán y los huesos de Adán,
justo en ese momento Edmundo daba vuelta silenciosamente a la manija de la
puerta. Antes que el Castor les relatara que la Bruja no era realmente humana,
sino mitad gigante y mitad Jinn, Edmundo salió de la casa, y con el mayor
cuidado cerró la puerta tras él.
A pesar
de todo, ustedes no deben pensar que Edmundo era tan malvado como para desear
que sus hermanos fueran transformados en piedra. Lo que sí quería era comer
Delicias turcas y ser un Príncipe (y, más tarde, un Rey) y, también, devolverle
la mano a Pedro por haberlo llamado «animal».
En
cuanto a lo que la Bruja pudiera hacer a los demás, no quería que fuera muy
amable con sus hermanos —no quería, por supuesto, que los pusiera a la misma
altura que a él—, pero creía, o trataba de convencerse que creía, que ella no
les haría nada especialmente malo. «Porque —se dijo— todas esas personas que
hablan mal de ella y cuentan cosas horribles, son sus enemigos. A lo mejor ni
siquiera la mitad de lo que dicen es verdad. Fue muy encantadora conmigo, mucho
más que todos ellos. Confío en que ella es, verdaderamente, la Reina Legítima.
¡De todas maneras, debe ser mejor que el temible Aslan!»
Al fin,
ésa fue la excusa que elaboró en su propia mente. Sin embargo no era una buena
excusa, pues en lo más profundo de su ser sabía que la Bruja Blanca era mala y
cruel.
Cuando
Edmundo salió, lo primero que vio fue la nieve que caía alrededor de él; se dio
cuenta entonces que había dejado su abrigo en casa del Castor y, por supuesto,
ahora no tenía ninguna posibilidad de volver a buscarlo. Ese fue su primer
tropiezo. Luego advirtió que la luz del día casi había desaparecido. Eran cerca
de las tres de la tarde en el momento en que se habían sentado a comer, y en el
invierno los días son muy cortos. No había contado con este problema; tendría
que arreglárselas lo mejor que pudiera. Se subió el cuello y caminó por el
dique (afortunadamente no estaba tan resbaladizo desde que había nevado) hacia
la lejana ribera del río.
Cuando
llegó a la orilla, las cosas se pusieron peores. Estaba cada vez más oscuro, y
esto, junto a los copos de nieve que giraban a su alrededor como un remolino,
no lo dejaba ver a más de tres metros delante de él. Tampoco existía un camino.
Se deslizó muy profundamente por montones de nieve, se arrastró en lodazales
helados, tropezó con árboles caídos, resbaló en la ribera del río, golpeó sus
piernas contra las rocas..., hasta que estuvo empapado, muerto de frío y
completamente magullado. El silencio y la soledad eran aterradores. Realmente
creo que podría haber olvidado su plan y regresado para recuperar la amistad de
los demás, si no se le hubiera ocurrido decirse a sí mismo: «Cuando sea Rey de
Narnia, lo primero que haré será construir buenos caminos». Por supuesto, la
idea de ser Rey y de todas las cosas que podría hacer, le dio bastante ánimo.
En su
mente decidió qué clase de palacio tendría, cuántos autos; pensó con lujo de
detalles en cómo sería su propia sala de cine, donde correrían los principales
trenes, las leyes que dictaría contra los castores y sus, diques... Estaba
dando los toques finales a algunos proyectos para mantener a Pedro en su lugar,
cuando el tiempo cambió. Primero dejó de nevar. Luego se levantó un viento
huracanado y sobrevino un frío intenso que congelaba hasta los huesos. Finalmente
las nubes se abrieron y apareció la luna. Era luna llena y brillaba en tal
forma sobre la nieve que todo se iluminó como si fuera de día. Sólo las sombras
producían cierta confusión.
Si la
luna no hubiera aparecido en el momento en que se llegaba al otro río, Edmundo
nunca habría encontrado su camino. Ustedes recordarán que él había visto
(cuando llegaron a la casa del Castor) un pequeño río que, allá abajo,
desembocaba en el río grande. Ahora había llegado hasta allí y debía continuar
por el valle. Pero éste era mucho más abrupto y rocoso que el que acababa de
dejar. Estaba tan lleno de matorrales y arbustos, que si hubiera estado oscuro
habría podido avanzar. Incluso, así, el niño se empapó porque debía caminar
inclinado para pasar bajo las ramas y éstas estaban cargadas de nieve, y la
nieve se deslizaba continuamente y en grandes cantidades sobre su espalda. Cada
vez que esto sucedía, pensaba más y más en cuánto odiaba a Pedro..., como si
realmente todo lo que le pasaba fuera culpa de él.
Al fin
llegó a un lugar en que la superficie era más suave y lisa, y donde el valle se
abría. Allí, al otro lado del río, bastante cerca de él, en el centro de un
pequeño plano entre dos colinas, vio lo que debía ser la casa de la Bruja
Blanca. La luna alumbraba ahora más que nunca. La casa era en realidad un
castillo con una infinidad de torres. Pequeñas torres largas y puntiagudas se
alzaban al cielo como delgadas agujas. Parecían inmensos conos o gorros de
bruja. Brillaban a la luz de la luna y sus largas sombras se veían muy extrañas
en la nieve. Edmundo comenzó a sentir miedo de esa casa.
Pero
era demasiado tarde para pensar en regresar. Cruzó el río sobre el hielo y se
dirigió al castillo. Nada se movía; no se oía ni el más leve ruido en ninguna
parte. Incluso sus propios pasos eran silenciados por la nieve recién caída.
Caminó y caminó, dio vuelta una esquina tras otra esquina de la casa, pasó
torrecilla tras torrecilla... Tuvo que rodear el lado más lejano antes de
encontrar la puerta de entrada. Era un inmenso arco con grandes rejas de hierro
que estaban abiertas de par en par. Edmundo se acercó cautelosamente y se
escondió tras el arco. Desde allí miró el patio, donde vio algo que casi
paralizó los latidos de su corazón. Dentro de la reja se encontraba un inmenso
león; estaba encogido sobre sus patas como si estuviera a punto de saltar. La
luz de la luna brillaba sobre el animal. Oculto en la sombra del arco, Edmundo
no sabía qué hacer. Sus rodillas temblaban y continuar su camino lo asustaba
tanto como regresar. Permaneció allí tanto rato que sus dientes habrían
castañeteado de frío si no hubieran castañeteado antes de miedo. ¿Por cuántas
horas se prolongó esta situación? Realmente no lo sé, pero para Edmundo fue
como una eternidad.
Por fin
se preguntó por qué el león estaba tan inmóvil. No se había movido ni un
centímetro desde que lo descubrió. Se aventuró un poco más adentro, pero
siempre se mantuvo en la sombra del arco, tanto como le fue posible. Ahora
observó que, por la forma en que el león estaba parado, no podía haberlo visto.
(«Pero, ¿y si volviera la cabeza?», pensó Edmundo.) En efecto, el león miraba
fijamente hacia otra cosa..., miraba a un pequeño enano que le daba la espalda
y que se encontraba a poco más de un metro de distancia.
—¡Ajá! —murmuró
Edmundo—. Cuando el león salte sobre el enano, yo tendré la oportunidad de
escapar.
Sin
embargo, el león no se movió y tampoco lo hizo el enano. Y ahora, por fin,
Edmundo se acordó de lo que le habían contado: la Bruja Blanca transformaba a
sus enemigos en piedra. A lo mejor éste no era más que un león de piedra. Y tan
pronto como pensó en esto, advirtió que la espalda del animal, así como su
cabeza, estaba cubierta de nieve. ¡Por cierto que era una estatua! Ningún
animal vivo se habría quedado tan tranquilo mientras se cubría de nieve.
Entonces, muy lentamente y con el corazón latiendo como si fuera a estallar,
Edmundo se arriesgó a acercarse al león. Casi no se atrevía a tocarlo, hasta
que, por fin, rápidamente puso una mano sobre él. ¡Era sólo una fría piedra!
¡Había estado aterrado por una simple piedra!
El
alivio fue tan grande que, a pesar del frío, Edmundo sintió que una ola de
calor lo invadía hasta los pies. Al mismo tiempo acudió a su mente una idea que
le pareció la más perfecta y maravillosa: «Probablemente, éste es Aslan, el
gran León. Ella ya lo atrapó y lo convirtió en estatua de piedra. ¡Éste es el
final de todas esas magníficas esperanzas depositadas en él! ¡Bah! ¿Quién le
tiene miedo a Aslan?»
Se
quedó ahí, rondando la estatua, y repentinamente hizo algo muy tonto e
infantil. Sacó un lápiz de su bolsillo y dibujo unos feos bigotes sobre el
labio superior del león y un par de anteojos sobre sus ojos. Entonces dijo:
—¡Ya!
¡Aslan, viejo tonto! ¿Qué tal te sientes convertido en piedra? ¿Te creías muy
poderoso, eh?
A pesar
de los garabatos, la gran bestia de piedra se veía tan triste y noble, con su
mirada dirigida hacia la luna, que Edmundo no consiguió divertirse con sus
propias burlas. Se dio media vuelta y comenzó a cruzar el patio.
Ya traspasaba
el centro cuando advirtió que en ese lugar había docenas de estatuas: sátiros
de piedra, lobos de piedra, osos, zorros, gatos monteses de piedra..., todas
inmóviles como si se tratara de las piezas en un tablero de ajedrez, cuando el
juego está a mitad de camino. Había figuras encantadoras que parecían mujeres,
pero eran, en realidad, los espíritus de los árboles. Allí se encontraban
también la gran figura de un centauro, un caballo alado y una criatura larga y
flexible que Edmundo tomó por un dragón. Se veían todos tan extraños parados
allí, como si estuvieran vivos y completamente inmóviles, bajo el frío brillo
de la luz de la luna. Todo era tan misterioso, tan espectral, que no era nada
fácil cruzar ese patio.
Justo
en el centro había una figura enorme. Aunque tan alta como un árbol, tenía
forma de hombre, con una cara feroz, una barba hirsuta y una gran porra en su
mano derecha. A pesar que Edmundo sabía que ese gigante era sólo una piedra y
no un ser vivo, no le agradó en absoluto pasar a su lado.
En ese
momento vio una luz tenue que mostraba el vano de una puerta en el lado más
alejado del patio. Caminó hacia ese lugar. Se encontró con unas gradas de
piedra que conducían hasta una puerta abierta. Edmundo subió. Atravesado en el
umbral yacía un enorme lobo.
—¡Está
bien! ¡Está bien! —murmuró—. Es sólo otro lobo de piedra. No puede hacerme
ningún daño.
Alzó un
pie para pasar sobre él. Instantáneamente el enorme animal se levantó con el
pelo erizado sobre el lomo y abrió una enorme boca roja.
—¿Quién
está ahí? ¿Quién está ahí? ¡Quédate quieto, extranjero, y dime quién eres!
—gruñó.
—Por
favor, señor —dijo Edmundo; temblaba en tal forma que apenas podía hablar—; mi
nombre es Edmundo y soy el Hijo de Adán que su Majestad encontró en el bosque
el otro día. Yo he venido a traerle noticias de mi hermano y mis hermanas.
Están ahora en Narnia..., muy cerca, en la casa del Castor. Ella..., ella
quería verlos.
—Le
diré a su Majestad —dijo el Lobo—. Mientras tanto, quédate quieto aquí, en el
umbral, si en algo valoras tu vida.
Entonces
desapareció dentro de la casa. Edmundo permaneció inmóvil y esperó con los
dedos adoloridos por el frío y el corazón que martillaba en su pecho. Pronto,
el lobo gris, Fenris Ulf, el jefe de la policía secreta de la Bruja, regresó de
un salto y le dijo:
—¡Entra!
¡Entra! Afortunado favorito de la Reina..., o quizás no tan afortunado.
Edmundo
entró con mucho cuidado para no pisar las garras del Lobo. Se encontró en un
salón lúgubre y largo, con muchos pilares. Al igual que el patio estaba lleno
de estatuas. La más cercana a la puerta era un pequeño Fauno con una expresión
muy triste, Edmundo no pudo menos que preguntarse si éste no sería el amigo de
Lucía. La única luz que había allí provenía de una pequeña lámpara, tras la
cual estaba sentada la Bruja Blanca.
—He
regresado, su Majestad —dijo Edmundo, adelantándose hacia ella.
—¿Cómo
te atreves a venir solo? —dijo la Bruja con una voz terrible—. ¿No te dije que
debías traer a los otros contigo?
—Por
favor, su Majestad —dijo Edmundo—, hice lo que pude. Los he traído hasta muy
cerca.
Están
en la pequeña casa, en lo más alto del dique sobre el río, con el señor y la
señora Castor. Una sonrisa lenta y cruel se dibujó en el rostro de la Bruja.
—¿Esas
son todas tus noticias?
—No, su
Majestad —dijo Edmundo, y le contó todo lo que había escuchado antes de
abandonar la casa del Castor.
—¡Qué!
¿Aslan? —gritó la Reina—. ¿Aslan? ¿Es cierto eso? Si descubro que me has
mentido...
—Por
favor..., sólo repito lo que ellos dijeron —tartamudeó Edmundo. Pero la Reina,
que ya no lo escuchaba, golpeó las manos. De inmediato apareció el mismo Enano
que Edmundo había visto antes con ella.
—Prepara
nuestro trineo —ordenó la Bruja—, y usa los arneses sin campanas.
CAPÍTULO
10
EL
HECHIZO COMIENZA A ROMPERSE
Ahora
debemos volver donde el señor y la señora Castor y los otros tres niños. Tan
pronto como el Castor dijo: «No hay tiempo que perder», todos comenzaron a
envolverse en sus abrigos, excepto la señora Castora. Ella tomó unos sacos y
los dejó sobre la mesa.
—Ahora,
señor Castor —dijo—, bájame ese jamón. Aquí hay un paquete de té, azúcar y
fósforos.
Si
alguien quiere, puede tomar dos o tres panes de esa vasija, allá, en el rincón.
—¿Qué
está haciendo, señora Castora? —preguntó Susana.
—Preparo
una bolsa para cada uno de nosotros, querida —dijo con voz serena—. ¿Ustedes no
han pensado que estaremos afuera durante una jornada sin nada que comer?
—¡Pero
no tenemos tiempo! —replicó Susana, abotonando el cuello de su abrigo—. Ella
puede estar aquí en cualquier momento.
—Eso es
lo que yo digo —intervino el Castor.
—Adelántate
con todos ellos —le dijo calmadamente su mujer—. Pero piénsalo con
tranquilidad: ella no puede llegar hasta aquí por lo menos hasta un cuarto de
hora más.
—Pero,
¿no es mejor que tengamos la mayor ventaja posible —dijo Pedro— para llegar a
la Mesa de Piedra antes que ella?
—Usted
tiene que recordar eso, señora Castora —dijo Susana—. Tan pronto como ella
descubra que no estamos aquí, se irá hacia allá con la mayor velocidad.
—Eso es
lo que ella hará —dijo la señora Castora—. Pero nosotros no podremos llegar
antes que ella, hagamos lo que hagamos, porque ella viajará en su trineo y
nosotros iremos a pie.
—Entonces...,
¿no tenemos ninguna esperanza? —preguntó Susana.
—¡Por
Dios! ¡No te pongas majadera ahora! —exclamó la señora Castora—. Toma
inmediatamente media docena de pañuelos de ese cajón... ¡Claro que tenemos
esperanzas! Es imposible llegar antes que ella, pero podemos mantenernos a
cubierto, avanzar de una manera inesperada para ella y, a lo mejor, logramos
llegar.
—Muy
cierto, señora Castora —dijo su marido—. Pero ya es hora que salgamos de aquí.
—¡No
empieces tú también a molestar! —dijo ella—. Así está mejor. Aquí están las bolsas.
La más pequeña, para la menor de todos nosotros. Esa eres tú, querida —agregó
mirando a Lucía.
—¡Oh!
¡Por favor, vamos! —dijo Lucía.
—Bien,
estoy casi lista —contestó la señora Castora, y al fin permitió que su marido
la ayudara a ponerse sus botas para la nieve—. Me imagino que la máquina de
coser es demasiado pesada para llevarla...
—Sí, lo
es —dijo el Castor—. Mucho más que demasiado pesada. No pretenderás usarla
durante la fuga, supongo...
—No
puedo siquiera soportar el pensamiento de esa Bruja tocándola —dijo la señora
Castora—, o rompiéndola, o robándosela..., lo crean o no.
—¡Oh,
por favor, por favor, por favor! ¡Apresúrese! —exclamaron los tres niños.
Por fin
salieron y el Castor echó llave a la puerta («Esto la demorará un poco», dijo)
y se fueron. Cada uno llevaba su bolsa sobre los hombros.
Había
dejado de nevar y la luna salía cuando ellos comenzaron su marcha. Caminaban en
una fila..., primero el Castor; lo seguían, Lucía, Pedro y Susana, en ese
orden, la última era la señora Castora.
El Castor
los condujo a través del dique, hacia la orilla derecha del río. Luego, entre
los árboles y a lo largo de un sendero muy escabroso, descendieron por la
ribera. Ambos lados del valle, que brillaban bajo la luz de la luna, se
elevaron sobre ellos.
—Lo
mejor es que continuemos por este sendero mientras sea posible —dijo el
Castor—. Ella tendrá que mantenerse en la cima, porque nadie puede traer un
trineo aquí abajo.
Habría
sido una escena magnífica si se la hubiera mirado a través de una ventana y desde
un cómodo sillón. Incluso, a pesar de las circunstancias. Lucía se sintió
maravillada en un comienzo. Pero como ellos caminaron..., caminaron y
caminaron, y el saco que cargaba en su espalda se le hizo más y más pesado,
empezó a preguntarse si sería capaz de continuar así. Se detuvo y miró la
increíble luminosidad del río helado, con sus caídas de agua convertidas en
hielo, los blancos conjuntos de árboles nevados, la enorme y brillante luna,
las incontables estrellas..., pero sólo pudo ver delante de ella las cortas
piernas del castor que iban —pad-pad-pad-pad— sobre la nieve como si nunca
fueran a detenerse.
La luna
desapareció y comenzó nuevamente a nevar. Lucía estaba tan cansada que casi
dormía al mismo tiempo que caminaba. De pronto se dio cuenta que el Castor se
alejaba de la ribera del río hacia la derecha y los llevaba cerro arriba por
una empinada cuesta, en medio de espesos matorrales.
Tiempo
después, cuando ella despertó por completo, alcanzó a ver que el Castor
desaparecía en una pequeña cueva de ribera, casi totalmente oculta bajo los
matorrales y que no se veía a menos que uno estuviera sobre ella. En efecto, en
el momento en que la niña se dio cuenta de lo que sucedía, ya sólo asomaba su
ancha y corta cola de castor. Lucía se detuvo de inmediato y se arrastró
después de él. Entonces, tras ella oyó ruidos de gateos, resoplidos y
palpitaciones, y en un momento los cinco estuvieron adentro.
—¿Qué
lugar es éste? —preguntó Pedro con voz que sonaba cansada y pálida en la
oscuridad. (Espero que ustedes sepan lo que yo quiero decir con una voz que
suena pálida.)
—Es un
viejo escondite para castores, en los malos tiempos —dijo el señor Castor—, y
un gran secreto. El lugar no es muy cómodo, pero necesitamos algunas horas de
sueño.
—Si
todos ustedes no hubieran organizado esa tremenda e insoportable alharaca antes
de partir, yo podría haber traído algunos cojines —dijo la Castora.
Lucía
pensaba que esa cueva no era nada de agradable, menos aún si se la comparaba
con la del señor Tumnus... Era sólo un hoyo en la tierra, seco, polvoriento y
tan pequeño que, cuando todos se tendieron, se produjo una confusión de pieles
y ropa alrededor de ellos. Pero, a pesar de todo, estaban abrigados y, después
de esa larga caminata, se sentían allí bastante cómodos. ¡Si sólo el suelo de
la cueva hubiera sido más blando!
En
medio de la oscuridad, la Castora tomó un pequeño frasco y lo pasó de mano en
mano para que los cinco bebieran un poco... La bebida provocaba tos, hacía
farfullar y picaba en la garganta; sin embargo uno se sentía maravillosamente
bien después de haberla tomado... Y todos se quedaron profundamente dormidos.
A Lucía
le pareció que sólo había transcurrido un minuto (a pesar que realmente fue
horas y horas más tarde) cuando despertó. Se sentía algo helada, terriblemente
tiesa y añoraba un baño caliente. Le pareció que unos largos bigotes rozaban
sus mejillas y vio la fría luz del día que se filtraba por la boca de la cueva.
Instantes
después ella estaba completamente despierta, al igual que los demás. En efecto,
todos se encontraban sentados, con sus ojos y sus bocas muy abiertos,
escuchando un sonido..., precisamente el sonido que ellos creían (o imaginaban)
haber oído durante la caminata de la noche anterior. Era un sonido de campanas.
En
cuanto las escuchó, el Castor, como un rayo, saltó fuera de la cueva. A lo
mejor a ustedes les parece, como Lucía pensó por un momento, que ésta era la
mayor tontería que podía hacer. Pero, en realidad, era algo muy bien pensado.
Sabía que podía trepar hasta la orilla del río entre las zarzas y los arbustos,
sin ser visto, pues, por sobre todo, quería ver qué camino tomaba el trineo de
la Bruja. Sentados en la cueva, los demás esperaban ansiosos. Transcurrieron
cerca de cinco minutos.
Entonces
escucharon voces.
—¡Oh!
—susurró Lucía—. ¡Lo han visto! ¡Ella lo ha atrapado!
La
sorpresa fue grande cuando, un poco más tarde, oyeron la voz del Castor que los
llamaba desde afuera.
—¡Todo
está bien! —gritó—. ¡Salga, señora Castora! ¡Salgan, Hijos e Hijas de Adán y
Eva! Todo está bien. No es suya.
Por
supuesto eso fue un atentado contra la gramática, pero así hablan los Castores
cuando están excitados; quiero decir en Narnia..., en nuestro mundo ellos no
hablan...
La
señora Castora y los niños se atropellaron para salir de la cueva. Todos
pestañearon a la luz del día. Estaban cubiertos de tierra, desaliñados,
despeinados y con el sueño reflejado en sus ojos.
—¡Vengan!
—gritaba el Castor, que por poco no bailaba de gusto—. ¡Vengan a ver! ¡Este es
un golpe feo para la Bruja! Parece que su poder se está desmoronando.
—¿Qué
quiere decir, señor Castor? —preguntó Pedro anhelante, mientras todos juntos
trepaban por la húmeda ladera del valle.
—¿No
les dije —respondió el Castor— que ella mantenía siempre el invierno y no había
nunca Navidad? ¿No se lo dije? ¡Bien, vengan a mirar ahora!
Todos
estaban ahora en lo alto y vieron...
Era un
trineo y eran renos con campanas en sus arneses. Pero éstos eran mucho más
grandes que los renos de la Bruja, y no eran blancos sino de color café. En el
asiento del trineo se encontraba una persona a quien reconocieron en el mismo
instante en que la vieron. Era un hombre muy grande con traje rojo (brillante
como la fruta del acebo), con un capuchón forrado en piel y una barba blanca
que caía como una cascada sobre su pecho. Todos lo conocían porque, aunque a
esta clase de personas sólo se las ve en Narnia, sus retratos circulan incluso
en nuestro mundo..., en el mundo a este lado del armario. Pero cuando ustedes
los ven realmente en Narnia, es algo muy diferente. Algunos de los retratos de
Santa Claus en nuestro mundo muestran sólo una imagen divertida y feliz. Pero
ahora los niños, que lo miraban fijamente, pensaron que era muy distinto...,
tan grande, tan alegre, tan real. Se quedaron inmóviles y se sintieron muy felices,
pero también muy solemnes.
—He
venido por fin —dijo él—. Ella me ha mantenido fuera de aquí por un largo
tiempo, pero al fin logré entrar, Aslan está en movimiento. La magia de ella se
está debilitando.
Lucía
sintió un estremecimiento de profunda alegría. Algo que sólo se siente si uno
es solemne y guarda silencio.
—Ahora
—dijo Santa Claus—, sus regalos. Aquí hay una máquina de coser nueva y mejor
para usted, señora Castora. Se la dejaré en su casa, al pasar.
—Por
favor, señor —dijo la Castora haciendo una reverencia—, mi casa está cerrada.
—Cerraduras
y pestillos no tienen importancia para mí —contestó Santa Claus—. Usted, señor
Castor, cuando regrese a su casa encontrará su dique terminado y reparado, con
todas las goteras detenidas. También le colocaré una nueva compuerta.
El
Castor estaba tan complacido que abrió su boca muy grande y descubrió entonces
que no podía decir ni una palabra.
—Tú,
Pedro, Hijo de Adán —dijo Santa Claus.
—Aquí
estoy, señor.
—Estos
son tus regalos. Son instrumentos y no juguetes. El tiempo de usarlos tal vez
se acerca. Consérvalos bien.
Con
estas palabras entregó a Pedro un escudo y una espada. El escudo era del color
de la plata y en él aparecía la figura de un león rampante, rojo y brillante
como una frutilla madura. La empuñadura de la espada era de oro, y ésta tenía
un estuche, un cinturón y todo lo necesario. Su tamaño y su peso eran los
adecuados para Pedro. Éste se mantuvo silencioso y muy solemne mientras recibía
sus regalos, pues se daba perfecta cuenta que éstos eran muy importantes.
—Susana,
Hija de Eva —dijo Santa Claus—. Estos son para ti.
Y le
entregó un arco, un carcaj lleno de flechas y un pequeño cuerno de marfil.
—Tú
debes usar el arco sólo en caso de extrema necesidad —le dijo—, porque yo no
pretendo que luches en batalla. Éste no falla fácilmente. Cuando pongas el
cuerno en tus labios y soples, dondequiera que estés, alguna ayuda vas a
recibir.
Por
último dijo:
—Lucía,
Hija de Eva.
Lucía
se acercó a él.
Le dio
una pequeña botella que parecía de vidrio (pero la gente dijo más tarde que era
de diamante) y un pequeño puñal.
—En
esta botella —le dijo— hay una bebida confortante, hecha del jugo de la flor
del fuego que crece en la montaña del Sol. Si tú o alguno de tus amigos es
herido, con unas gotas de ella se restablecerá. El puñal es para que te defiendas
cuando realmente lo necesites. Porque tú tampoco vas a estar en la batalla.
—¿Por
qué, señor? —preguntó Lucía—. Yo pienso..., no lo sé..., pero creo que puedo
ser suficientemente valiente.
—Ese no
es el punto —le contestó Santa Claus—. Las batallas son horribles cuando luchan
las mujeres. Ahora —de pronto su aspecto se vio menos grave—, aquí tienen algo
para este momento y para todos.
Sacó
(yo supongo que de una bolsa que guardaba detrás de él, pero nadie vio bien lo
que él hacía) una gran bandeja que contenía cinco tazas con sus platillos, un
azucarero, un jarro de crema y una enorme tetera silbante e hirviente. Entonces
gritó:
—¡Feliz
Navidad! ¡Viva el verdadero Rey!
Hizo
chasquear su látigo en el aire, y él y los renos desaparecieron de la vista de
todos antes que nadie se diera cuenta de su partida.
Pedro
había desenvainado su espada para mostrársela al Castor, cuando la señora
Castora dijo:
—Ahora,
pues..., no se queden ahí parados, mientras el té se enfría. ¡Todos los hombres
son iguales! Vengan y ayuden a traer la bandeja, aquí, abajo, y tomaremos
desayuno. ¡Qué acertada fui al acordarme de traer el cuchillo del pan!
Descendieron
por la húmeda ribera y volvieron a la cueva; el Castor cortó el pan y el jamón
para unos emparedados y la señora Castora sirvió el té. Todos se sintieron
realmente contentos. Pero demasiado pronto, mucho antes de lo que hubieran
deseado, el Castor dijo: —Ya es tiempo para que nos pongamos en marcha. Ahora.
CAPÍTULO
11
ASLAN
ESTÁ CERCA
Mientras
tanto, Edmundo vivía momentos de gran desilusión. Cuando el Enano salió para
preparar el trineo, creyó que la Bruja se comportaría amablemente con él, igual
que en su primer encuentro. Pero ella no habló. Por fin Edmundo se armó de
valor y le dijo:
—Por
favor, su Majestad, ¿podría darme algunas Delicias turcas? Usted..., usted...,
dijo...
—¡Silencio,
mentecato!
Luego
ella pareció cambiar de idea y dijo como para sí misma:
—Tampoco
me servirá de mucho que este rapaz desfallezca en el camino...
Golpeó
una vez más las manos y otro Enano apareció.
—Tráele
algo de comer y de beber a esta criatura humana —ordenó.
El
Enano se fue y volvió rápidamente. Traía un tazón de hierro con un poco de agua
y un plato, también de hierro, con una gruesa rebanada de pan duro. Sonrió de
un modo repulsivo, puso todo en el suelo al lado de Edmundo, y dijo:
—Delicias
turcas para el Principito. ¡Ja, ja, ja!
—Lléveselo
—dijo Edmundo, malhumorado—. No quiero pan duro.
Pero
repentinamente la Bruja se volvió hacia él con una expresión tan fiera en su
rostro que Edmundo comenzó a disculparse y a comer pedacitos de pan, aunque
estaba tan añejo que casi no lo podía tragar.
—Deberías
estar muy contento con esto, pues pasará mucho tiempo antes que pruebes el pan
nuevamente —dijo la Bruja.
Mientras
todavía masticaba, volvió el primer enano y anunció que el trineo estaba
preparado. La Bruja se levantó y, junto con ordenar a Edmundo que la siguiera,
salió. Nuevamente nevaba cuando llegaron al patio, pero ella, sin fijarse
siquiera, indicó a Edmundo que se sentara a su lado en el trineo. Antes de
partir, llamó a Fenris Ulf, quien acudió dando saltos como un perro y se detuvo
junto al trineo.
—¡Tú!
Reúne a tus lobos más rápidos y anda de inmediato hasta la casa del Castor
—dijo la Bruja—. Mata a quien encuentres allí. Si ellos se han ido, vayan a
toda velocidad a la Mesa de Piedra, pero no deben ser vistos. Espérenme allí,
escondidos. Mientras tanto yo debo ir muchas millas hacia el oeste antes de
encontrar un paso para cruzar el río. Pueden alcanzar a estos humanos antes que
lleguen a la Mesa de Piedra. ¡Ya saben qué hacer con ellos si los encuentran!
—Escucho
y obedezco, ¡oh, Reina! —gruñó el Lobo.
Inmediatamente
salió disparado, tan rápido como galopa un caballo. En pocos minutos había
llamado a otro lobo y momentos después ambos estaban en el dique y husmeaban en
la casa del Castor. Por supuesto, la encontraron vacía. Para el Castor, su
mujer y los niños habría sido horroroso si la noche se hubiera mantenido clara,
porque los lobos podrían haber seguido sus huellas..., con todas las
posibilidades de alcanzarlos antes que ellos llegaran a la cueva. Pero ahora
había comenzado nuevamente a nevar y todos los rastros y pisadas habían
desaparecido.
Mientras
tanto el Enano azotaba a los renos y el trineo salía llevando a la Bruja y a
Edmundo. Pasaron bajo el arco y luego siguieron adelante en medio del frío y de
la oscuridad. Para Edmundo, que no tenía abrigo, fue un viaje horrible. Antes
de un cuarto de hora de camino estaba cubierto de nieve... Muy pronto dejó de
sacudírsela de encima, pues en cuanto lo hacía, se acumulaba nuevamente sobre
él. Era en vano y estaba tan cansado... En poco rato estuvo mojado hasta los
huesos. ¡Oh, qué desdichado era! Ya no creía, en absoluto, que la Reina tuviera
intención de hacerlo Rey. Todo lo que ella le había dicho para hacerle creer
que era buena y generosa y que su lado era realmente el lado bueno, le parecía
estúpido. En ese momento habría dado cualquier cosa por juntarse con los
demás..., ¡incluso con Pedro! Su único consuelo consistía en pensar que todo
esto era sólo un mal sueño del que despertaría en cualquier momento. Y como
siguieron adelante hora tras hora, todo llegó a parecerle como si efectivamente
fuera un sueño.
Esto se
prolongó mucho más de lo que yo podría describir, aunque utilizara páginas y
páginas para relatarlo. Pero aun así, pasaría por alto el momento en que dejó
de nevar cuando llegó la mañana, y ellos corrían velozmente a la luz del día.
Los viajeros fueron aún más y más adelante, sin hacer ningún ruido, excepto el
perpetuo silbido de la nieve y el crujido de los arneses de los renos. Y
entonces, al fin, la Bruja dijo:
—¿Qué
tenemos aquí? ¡Alto!
Y se
detuvieron.
Edmundo
esperaba con ansias que ella dijera algo sobre la necesidad de desayunar. Pero
eran muy diferentes las razones que la habían hecho detenerse. Un poco más
allá, a los pies de un árbol, se desarrollaba una alegre fiesta. Una pareja de
ardillas con sus niños, dos sátiros, un enano y un viejo zorro estaban sentados
en sus pisos alrededor de una mesa. Edmundo no alcanzaba a ver lo que comían,
pero el aroma era muy tentador. Le parecía divisar algo como un plum pudding y
también decoraciones de acebo. Cuando el trineo se detuvo, el Zorro, que era
evidentemente el más anciano, se estaba levantando con un vaso en la mano como
si fuera a pronunciar unas palabras. Pero cuando todos los que se encontraban
en la fiesta vieron el trineo y a la persona que viajaba en él, la alegría
desapareció de sus rostros. El papá ardilla se quedó con el tenedor en el aire
y los pequeños dieron alaridos de terror.
—¿Qué
significa todo esto? —preguntó la Reina.
Nadie
contestó.
—¡Hablen,
bichos asquerosos! ¿O desean que mi enano les busque la lengua con su látigo?
¿Qué significa toda esta glotonería, este despilfarro, este desenfreno? ¿De
dónde sacaron todo esto?
—Por
favor, su Majestad —dijo el Zorro—, nos lo dieron. Y si yo me atreviera a ser
tan audaz como para beber a la salud de su Majestad...
—¿Quién
les dio todo esto? —interrumpió la Bruja.
—S-S-Santa
Claus —tartamudeó el Zorro.
—¿Qué?
—gruñó la Bruja. Saltó del trineo y dio grandes trancos hacia los aterrados
animales—. ¡Él no ha estado aquí! ¡No puede haber estado aquí! ¡Cómo se
atreven...! ¡Digan que han mentido y los perdonaré ahora mismo!
En ese
momento, uno de los pequeños hijos de la pareja de ardillas perdió la cabeza
por completo.
—¡Ha
venido! ¡Ha venido! —gritaba golpeando su cucharita contra la mesa.
Edmundo
vio que la Bruja se mordía el labio hasta que una gota de sangre apareció en su
blanco rostro. Entonces levantó su vara.
—¡Oh!
¡No lo haga! ¡Por favor, no lo haga! —gritó Edmundo; pero mientras suplicaba,
ella agitó su vara y, en un instante, en el lugar donde se desarrollaba la
alegre fiesta había sólo estatuas de criaturas (una con el tenedor a medio
camino hacia su boca de piedra) sentadas alrededor de una mesa de piedra, con
platos de piedra y un plum pudding de piedra.
—En
cuanto a ti —dijo la Bruja a Edmundo, dándole un brutal golpe en la cara cuando
volvió a subir al trineo—, ¡que esto te enseñe a no interceder en favor de
espías y traidores! ¡Continuemos!
Edmundo,
por primera vez en el transcurso de esta historia, tuvo piedad por alguien que no
era él. Era tan lamentable pensar en esas pequeñas figuras de piedra, sentadas
allí durante días silenciosos y oscuras noches, año tras año, hasta que se
desmoronaran o sus rostros se borraran.
Ahora
avanzaban constantemente otra vez. Pronto Edmundo observó que la nieve que
salpicaba el trineo en su veloz carrera estaba más deshecha que la de la noche
anterior. Al mismo tiempo advirtió que sentía mucho menos frío y que se
acercaba una espesa niebla. En efecto, minuto a minuto aumentaba la neblina y
también el calor. El trineo ya no se deslizaba tan bien como unos momentos
antes. Al principio pensó que quizás los renos estaban cansados, pero pronto se
dio cuenta que no era ésa la verdadera razón. El trineo avanzaba a tirones, se
arrastraba y se bamboleaba como si hubiera chocado con una piedra. A pesar de
los latigazos que el Enano propinaba a los renos, el trineo iba más y más
lentamente. También parecía oírse un curioso ruido, pero el estrépito del
trineo con sus tirones y bamboleos, y los gritos del enano para apurar a los
renos, impidieron que Edmundo pudiera distinguir qué clase de sonido era, hasta
que, de pronto, el trineo se atascó tan fuertemente que no hubo forma de
seguir. Entonces sobrevino un momento de silencio. Y en ese silencio, Edmundo,
por fin, pudo escuchar claramente. Era un ruido extraño, suave, susurrante y
continuo..., y, sin embargo, no tan extraño, porque él lo había escuchado
antes. Rápidamente, recordó. Era el sonido del agua que corre. Alrededor de
ellos, por todas partes aunque fuera de su vista, los riachuelos cantaban,
murmuraban, burbujeaban, chapoteaban y aun (en la distancia) rugían. Su corazón
dio un gran salto (a pesar que él no supo por qué) cuando se dio cuenta que el
hielo se había deshecho. Y mucho más cerca había un drip-drip-drip desde las
ramas de todos los árboles. Entonces miró hacia uno de ellos y vio que una gran
carga de nieve se deslizaba y caía y, por primera vez desde que había llegado a
Narnia, contempló el color verde oscuro de un abeto.
Pero no
tuvo tiempo de escuchar ni de observar nada más porque la Bruja gritó:
—¡No te
quedes ahí sentado con la mirada fija, tonto! ¡Ven a ayudar!
Por
supuesto, Edmundo tuvo que obedecer. Descendió del trineo y caminó sobre la
nieve — aunque realmente ésta era algo muy blando y muy mojado— y ayudó al
Enano a tirar del trineo para sacarlo del fangoso hoyo en que había caído. Lo
lograron por fin. El Enano golpeó con su látigo a los renos con gran crueldad y
así consiguió poner el trineo de nuevo en movimiento. Avanzaron un poco más.
Ahora la nieve estaba deshecha de veras y en todas direcciones comenzaban a
aparecer terrenos cubiertos de pasto verde. A menos que uno haya contemplado un
mundo de nieve durante tanto tiempo como Edmundo, difícilmente sería capaz de
imaginar el alivio que significan esas manchas verdes después del interminable
blanco.
Pero
entonces el trineo se detuvo una vez más.
—Es
imposible continuar, su Majestad —dijo el Enano—. No podemos deslizamos con
este deshielo.
—Entonces,
caminaremos —dijo la Bruja.
—Nunca
los alcanzaremos si caminamos —rezongó el Enano—. No con la ventaja que nos
llevan.
—¿Eres
mi consejero o mi esclavo? —preguntó la Bruja—. Haz lo que te digo. Amarra las
manos de la criatura humana a su espalda y sujeta tú la cuerda por el otro
extremo. Toma tu látigo y quita los arneses a los renos. Ellos encontrarán
fácilmente el camino de regreso a casa.
El
Enano obedeció. Minutos más tarde, Edmundo se veía forzado a caminar tan rápido
como podía, con las manos atadas a la espalda. Resbalaba a menudo en la nieve
derretida, en el lodo o en el pasto mojado. Cada vez que esto sucedía, el Enano
echaba una maldición sobre él y, a veces, le daba un latigazo. La Bruja, que
caminaba detrás del Enano, ordenaba constantemente:
—¡Más
rápido! ¡Más rápido!
A cada
minuto las áreas verdes eran más y más grandes, y los espacios cubiertos de
nieve disminuían y disminuían. A cada momento los árboles se sacudían más y más
de sus mantos blancos. Pronto, hacia cualquier lugar que mirara, en vez de
formas blancas uno veía el verde oscuro de los abetos o el negro de las
espinudas ramas de los desnudos robles, de las hayas y de los olmos. Entonces
la niebla, de blanca se tornó dorada y luego desapareció por completo. Cual
flechas, deliciosos rayos de sol atravesaron de un golpe el bosque, y en lo
alto, entre las copas de los árboles, se veía el cielo azul.
Así se
sucedieron más y más acontecimientos maravillosos. Repentinamente, a la vuelta
de una esquina, en un claro entre un conjunto de plateados abedules, Edmundo
vio el suelo cubierto, en todas direcciones, de pequeñas flores amarillas... El
sonido del agua se escuchaba cada vez más fuerte. Poco después cruzaron un
arroyo. Más allá encontraron un lugar donde crecían miles de campanitas
blancas.
—¡Preocúpate
de tus propios asuntos! —dijo el Enano cuando vio que Edmundo volvía la cabeza
para mirar las flores, y con gesto maligno dio un tirón a la cuerda.
Pero,
por supuesto, esto no impidió que Edmundo pudiera ver. Sólo cinco minutos más
tarde observó una docena de azafranes que crecían alrededor de un viejo
árbol..., dorado, rojo y blanco. Después llegó un sonido aún más hermoso que el
ruido del agua. De pronto, muy cerca del sendero que ellos seguían, un pájaro
gorjeó desde la rama de un árbol. Algo más lejos, otro le respondió con sus
trinos. Entonces, como si esta hubiera sido una señal, se escucharon gorjeos y
trinos desde todas partes y en el espacio de cinco minutos el bosque entero
estaba lleno de la música de las aves. Hacia dondequiera que Edmundo mirara,
las veía aletear en las ramas, volar en el cielo y aun disputar ligeramente
entre ellas.
—¡Más
rápido! ¡Más rápido! —gritaba la Bruja.
Ahora
no había rastros de la niebla. El cielo era cada vez más y más azul, y de
tiempo en tiempo algunas nubes blancas lo cruzaban apresuradas. Las prímulas
cubrían amplios espacios. Brotó una brisa suave que esparció la humedad de los
ramos inclinados y llevó frescas y deliciosas fragancias hacia el rostro de los
viajeros. Los árboles comenzaron a vivir plenamente. Los alerces y los abedules
se cubrieron de verde; los ébanos de los Alpes, de dorado. Pronto las hayas
extendieron sus delicadas y transparentes hojas. Y para los viajeros que
caminaban bajo los árboles, la luz también se tornó verde. Una abeja zumbó a
través del sendero.
—Esto
no es deshielo —dijo entonces el Enano deteniéndose de pronto—. Es la
primavera. ¿Qué vamos a hacer? Su invierno ha sido destruido. ¡Se lo advierto!
Esto es obra de Aslan.
—Si
alguno de ustedes menciona ese nombre otra vez —dijo la Bruja—, morirá al
instante.
CAPÍTULO
12
LA
PRIMERA BATALLA DE PEDRO
Mientras
el Enano y la Bruja Blanca hablaban, a millas de distancia los Castores y los
niños seguían caminando, hora tras hora, como en un hermoso sueño. Hacía ya
mucho que se habían despojado de sus abrigos. Ahora ni siquiera se detenían
para exclamar «¡Allí hay un martín pescador!». «¡Miren cómo crecen las
campanitas!». «¿Qué aroma tan agradable es ése?» o «¡Escuchen a ese tordo!»...
Caminaban en silencio aspirándolo todo; cruzaban terrenos abiertos a la luz y
el calor del sol, y se introducían en fríos, verdes y espesos bosquecillos,
para salir de nuevo a anchos espacios cubiertos de musgo a cuyo alrededor se
alzaban altos olmos muy por encima del frondoso techo; luego atravesaban densas
masas de groselleros floridos y espesos espinos blancos, cuyo dulce aroma era
casi abrumador.
Al
igual que Edmundo, se habían sorprendido al ver que el invierno desaparecía y
el bosque entero pasaba, en pocas horas, de mayo a octubre. Por cierto, ni
siquiera sabían (como lo sabía la Bruja) que esto era lo que debía suceder con
la llegada de Aslan a Narnia. Sin embargo, todos tenían conciencia del hecho
que eran los poderes de la Bruja los que mantenían ese invierno sin fin. Por
eso cuando esta mágica primavera estalló, todos supusieron que algo había
resultado mal, muy mal, en los planes de la Bruja. Después de ver que el
deshielo continuaba durante un buen tiempo, ellos se dieron cuenta que la Bruja
no podría utilizar más su trineo. Entonces ya no se apresuraron tanto y se
permitieron descansos más frecuentes y algo más largos. Estaban muy cansados,
por supuesto, pero no lo que yo llamo exhaustos...; sólo lentos y soñadores,
tranquilos interiormente, como se siente uno al final de un largo día al aire
libre. Sólo Susana tenía una pequeña herida en un talón.
Antes
ellos se habían desviado del curso del río un poco hacia la derecha (esto
significaba un poco hacia el sur) para llegar al lugar donde estaba la Mesa de
Piedra. Y aunque ése no hubiera sido el camino, no habrían podido continuar por
la orilla del río una vez que empezó el deshielo. Con toda la nieve derretida,
el río se convirtió muy pronto en un torrente —un maravilloso y rugiente
torrente amarillo—, y dentro de poco el sendero que seguían estaría inundado.
Ahora
que el sol estaba bajo, la luz se tornó rojiza, las sombras se alargaron y las
flores comenzaron a pensar en cerrarse.
—No
falta mucho ya —dijo el Castor, mientras los guiaba colina arriba, sobre un
musgo profundo y elástico (lo percibían con mucho agrado bajo sus cansados
pies), hacia un lugar donde crecían inmensos árboles, muy distantes entre sí.
La subida, al final del día, los hizo jadear y respirar con dificultad. Justo
cuando Lucía se preguntaba si realmente podría llegar a la cumbre sin otro
largo descanso, se encontraron de pronto en la cima. Y esto fue lo que vieron.
Estaban
en un verde espacio abierto desde el cual uno podía ver el bosque que se
extendía hacia abajo en todas direcciones, hasta donde se perdía la vista...,
excepto hacia el este: muy lejos, algo resplandecía y se movía.
—¡Gran
Dios! —cuchicheó Pedro a Susana—. ¡Es el mar!
Exactamente
en el centro del campo, en lo más alto de la colina, estaba la Mesa de Piedra.
Era una inmensa y áspera losa de piedra gris, suspendida en cuatro piedras
verticales. Se veía muy antigua y estaba completamente grabada con extrañas
líneas y figuras, que podían ser las letras de un idioma desconocido. Cuando
uno las miraba, producían una rara sensación.
En
seguida vieron una bandera clavada a un costado del campo. Era una maravillosa
bandera — especialmente ahora que la luz del sol poniente se retiraba de ella—
cuyas orillas parecían ser de seda color amarillo, con cordones carmesí e
incrustaciones de marfil. Y más alto, en un asta, un estandarte, que mostraba
un león rampante de color rojo, flameaba suavemente con la brisa que soplaba
desde el lejano mar. Mientras contemplaban todo esto, escucharon a su derecha
un sonido de música. Se volvieron en esa dirección y vieron lo que habían
venido a ver.
Aslan
estaba de pie en medio de una multitud de criaturas que, agrupadas en torno de
él, formaban una media luna. Había Mujeres-Árbol y Mujeres-Vertiente (Dríades y
Náyades como usualmente las llamaban en nuestro mundo) que tenían instrumentos
de cuerda. Ellas eran las que habían tocado música. Había cuatro centauros
grandes. Su mitad caballo se asemejaba a los inmensos caballos ingleses de
campo, y la parte humana, a la de un gigante severo pero hermoso. También había
un unicornio, un toro con cabeza de hombre, un pelícano, un águila y un perro
grande. Al lado de Aslan se encontraban dos leopardos: uno transportaba su
corona, y el otro, su estandarte.
En
cuanto a Aslan mismo, los Castores y los niños no sabían qué hacer o decir
cuando lo vieron. La gente que no ha estado en Narnia piensa a veces que una cosa
no puede ser buena y terrible al mismo tiempo. Y si los niños alguna vez
pensaron así, ahora fueron sacados de su error. Porque cuando trataron de mirar
la cara de Aslan, sólo pudieron vislumbrar una melena dorada y unos ojos
inmensos, majestuosos, solemnes e irresistibles. Se dieron cuenta que ellos
eran incapaces de mirarlo.
—Adelante
—dijo el Castor.
—No
—susurró Pedro—. Usted primero.
—No,
los Hijos de Adán antes que los animales.
—Susana
—murmuró Pedro—. ¿Y tú? Las señoritas primero.
—No, tú
eres el mayor.
Y
mientras más demoraban en decidirse, más incómodos se sentían. Por fin Pedro se
dio cuenta que esto le correspondía a él. Sacó su espada y la levantó para
saludar.
—Vengan
—dijo a los demás—. Todos juntos.
Avanzó
hacia el León y dijo:
—Hemos
venido..., Aslan.
—Bien
venido, Pedro, Hijo de Adán —dijo Aslan—. Bien venidas, Susana y Lucía. Bien
venidos, Él-Castor y Ella-Castor.
Su voz
era ronca y profunda y de algún modo les quitó la angustia. Ahora se sentían
contentos y tranquilos y no les incomodaba quedarse inmóviles sin decir nada.
—¿Dónde
está el cuarto? —preguntó Aslan.
—Él ha
tratado de traicionar a sus hermanos y de unirse a la Bruja Blanca, ¡oh Aslan!
—dijo el Castor.
Entonces
algo hizo a Pedro decir:
—En
parte fue por mi culpa, Aslan. Yo estaba enojado con él y pienso que eso lo
impulsó en un camino equivocado.
Aslan
no dijo nada; ni para excusar a Pedro ni para culparlo. Solamente lo miró con
sus grandes ojos dorados. A todos les pareció que no había más que decir.
—Por
favor..., Aslan —dijo Lucía—. ¿Hay algo que se pueda hacer para salvar a
Edmundo?
—Se
hará todo lo que se pueda —dijo Aslan—. Pero es posible que resulte más difícil
de lo que ustedes piensan.
Luego
se quedó nuevamente en silencio por algunos momentos. Hasta entonces, Lucía
había pensado cuán majestuosa, fuerte y pacífica parecía su cara. Ahora, de
pronto, se le ocurrió que también se veía triste. Pero, al minuto siguiente,
esa expresión había desaparecido. El León sacudió su melena, golpeó sus garras
(«¡Terribles garras —pensó Lucía— si él no supiera cómo suavizarlas!»), y dijo:
—Mientras
tanto, que el banquete sea preparado. Señoras, lleven a las Hijas de Eva al
Pabellón y provéanlas de lo necesario.
Cuando
las niñas se fueron, Aslan posó su garra —y a pesar que lo hacía con suavidad,
era muy pesada— en el hombro de Pedro y dijo:
—Ven,
Hijo de Adán, y te mostraré a la distancia el castillo donde serás Rey.
Con su
espada todavía en la mano, Pedro siguió al León hacia la orilla oeste de la
cumbre de la colina, y una hermosa vista se presentó ante sus ojos. El sol se
ponía a sus espaldas, lo cual significaba que ante ellos todo el país estaba
envuelto en la luz del atardecer..., bosques, colinas y valles alrededor del
gran río que ondulaba como una serpiente de plata. Más allá, millas más lejos,
estaba el mar, y entre el cielo y el mar, cientos de nubes que con los reflejos
del sol poniente adquirían un maravilloso color rosa. Justo en el lugar en que
la tierra de Narnia se encontraba con el mar —en la boca del gran río— había
algo que brillaba en una pequeña colina. Brillaba porque era un castillo y, por
supuesto, la luz del sol se reflejaba en todas las ventanas que miraban hacia
el poniente, donde se encontraba Pedro. A éste le pareció más bien una gran
estrella que descansaba en la playa.
—Eso,
¡oh Hombre! —dijo Aslan—, es el castillo de Cair Paravel con sus cuatro tronos,
en uno de los cuales tú deberás sentarte como Rey. Te lo muestro porque eres el
primogénito y serás el Rey Supremo sobre todos los demás.
Una vez
más, Pedro no dijo nada. Luego un ruido extraño interrumpió súbitamente el
silencio. Era como una corneta de caza, pero más dulce.
—Es el
cuerno de tu hermana —dijo Aslan a Pedro en voz baja, tan baja que era casi un
ronroneo, si no es falta de respeto pensar que un león pueda ronronear.
Por un
instante Pedro no entendió. Pero en ese momento vio avanzar a todas las otras
criaturas y oyó que Aslan decía agitando su garra:
—¡Atrás!
¡Dejen que el Príncipe gane su espuela!
Entonces
comprendió y corrió tan rápido como le fue posible hacia el pabellón. Allí se
enfrentó a una visión espantosa.
Las
Náyades y Dríades huían en todas direcciones. Lucía corrió hacia él tan veloz
como sus cortas piernas se lo permitieron, con el rostro blanco como un papel.
Después vio a Susana saltar y colgarse de un árbol, perseguida por una enorme
bestia gris. Pedro creyó en un comienzo que era un oso. Luego le pareció un
perro alsaciano, aunque era demasiado grande... Por fin se dio cuenta que era
un lobo..., un lobo parado en sus patas traseras con sus garras delanteras
apoyadas contra el tronco del árbol, aullando y mordiendo. Todo el pelo de su
lomo estaba erizado. Susana no había logrado subir más arriba de la segunda
rama. Una de sus piernas colgaba hacia abajo y su pie estaba a sólo centímetros
de aquellos dientes que amenazaban con morder. Pedro se preguntaba por qué ella
no subía más o, al menos, no se afirmaba mejor, cuando cayó en la cuenta que
estaba a punto de desmayarse, y si se desmayaba, caería al suelo.
Pedro
no se sentía muy valiente; en realidad se sentía enfermo. Pero esto no cambiaba
en nada lo que tenía que hacer. Se abalanzó derecho contra el monstruo y, con
su espada, le asestó una estocada en el costado. El golpe no alcanzó al Lobo.
Rápido como un rayo, éste se volvió con los ojos llameantes y su enorme boca
abierta en un rugido de furia. Si no hubiera estado cegado por la rabia, que
sólo le permitía rugir, se habría lanzado directo a la garganta de su enemigo.
Por eso fue que —aunque todo sucedió demasiado rápido para que él lo alcanzara
a pensar— Pedro tuvo el tiempo preciso para bajar la cabeza y enterrar su
espada, tan fuertemente como pudo, entre las dos patas delanteras de la bestia,
directo en su corazón. Entonces sobrevino un instante de horrible confusión,
como una pesadilla. Él daba un tirón tras otro a su espada y el Lobo no parecía
ni vivo ni muerto. Los dientes del animal se encontraban junto a la frente de
Pedro y alrededor de él todo era pelo, sangre y calor. Un momento después
descubrió que el monstruo estaba muerto y que él ya había retirado su espada.
Se enderezó y enjugó el sudor de su cara y de sus ojos. Sintió que lo invadía
un cansancio mortal.
En un
instante Susana bajó del árbol. Ella y Pedro estaban trémulos cuando se
encontraron frente a frente. Y no voy a decir que no hubo besos y llantos de
parte de ambos. Pero en Narnia nadie piensa nada malo por eso.
—¡Rápido!
¡Rápido! —gritó Aslan—. ¡Centauros, Águilas! Veo otro lobo en los matorrales.
¡Ahí, detrás! Ahora se ha dado vuelta. ¡Síganlo todos! Él irá donde su ama.
Ahora es la oportunidad de encontrar a la Bruja y rescatar al cuarto Hijo de
Adán.
Instantáneamente,
con un fuerte ruido de cascos y un batir de alas, una docena o más de veloces
criaturas desaparecieron en la creciente oscuridad.
Pedro,
aún sin aliento, se dio vuelta y se encontró con Aslan a su lado.
—Has
olvidado limpiar tu espada —dijo Aslan.
Era
verdad. Pedro enrojeció cuando miró la brillante hoja y la vio toda manchada
con la sangre y el pelo del Lobo. Se agachó y la restregó y la limpió en el
pasto; luego la frotó y la secó en su chaqueta.
—Dámela
y arrodíllate, Hijo de Adán —dijo Aslan. Cuando Pedro lo hubo hecho, lo tocó
con la hoja y añadió—: Levántate, Señor Pedro Fenris-Bane. Pase lo que pase,
nunca olvides limpiar tu espada.
CAPÍTULO
13
MAGIA
PROFUNDA DEL AMANECER DEL TIEMPO
Ahora
debemos volver a Edmundo. Después de haberlo hecho caminar mucho más de lo que
él imaginaba que alguien podía caminar, la Bruja se detuvo por fin en un oscuro
valle ensombrecido por los abetos y los tejos. El niño se dejó caer y se tendió
de cara contra el suelo, sin hacer nada y sin importarle lo que sucedería
después con tal que lo dejaran tendido e inmóvil. Se sentía tan cansado que ni
siquiera se daba cuenta de lo hambriento y sediento que estaba. El Enano y la
Bruja hablaban muy bajo junto a él.
—No
—decía el Enano—. No tiene sentido ahora, oh Reina. A estas alturas tienen que
haber llegado a la Mesa de Piedra.
—A lo
mejor el Lobo nos encuentra con su olfato y nos trae noticias —dijo la Bruja.
—Si lo
hace no serán buenas noticias —replicó el Enano.
—Cuatro
tronos en Cair Paravel —dijo la Bruja—. Y, ¿qué tal si se llenaran sólo tres de
ellos? Eso no se ajustaría a la profecía.
—¿Qué
diferencia puede significar eso, ahora que él está aquí? —preguntó el Enano,
sin atreverse, ni siquiera ahora, a mencionar el nombre de Aslan ante su ama.
—Puede
que él no se quede aquí por mucho tiempo. Entonces podríamos dejarnos caer
sobre esos tres en Cair Paravel.
—Aún
puede ser mejor —dijo el Enano— mantener a éste (aquí dio un puntapié a
Edmundo) y negociar.
—¡Sí!...
Para que pronto lo rescaten —dijo la Bruja, desdeñosamente.
—Si es
así —dijo el Enano—, será mejor que hagamos de inmediato lo que tenemos que
hacer.
—Yo
preferiría hacerlo en la Mesa de Piedra —dijo la Bruja—. Ése es el lugar
adecuado y donde siempre se ha hecho.
—Pasará
mucho tiempo antes que la Mesa de Piedra pueda volver a cumplir sus funciones
—dijo el Enano.
—Es
cierto —dijo la Bruja. Y agregó—: Bien. Comenzaré.
En ese
momento, con gran prisa y en medio de fuertes aullidos, apareció un lobo.
—¡Los
he visto! —gritó—. Están todos en la Mesa de Piedra con él. Han matado a mi
capitán Fenris Ulf. Yo estaba escondido en los arbustos y lo vi todo. Uno de
los Hijos de Adán lo mató. ¡Vuelen! ¡Vuelen!
—No
—dijo la Bruja—. No hay necesidad de volar. Ve rápido y convoca a toda mi gente
para que venga a reunirse aquí, conmigo, tan pronto como pueda. Llama a los
gigantes, a los lobos, a los espíritus de los árboles que estén de nuestro
lado. Llama a los Demonios, a los Ogros, a los Fantasmas y a los Minotauros.
Llama a los Crueles, a los Hechiceros, a los Espectros y a la gente de los
Hongos Venenosos. Pelearemos. ¿Acaso no tengo aún mi vara? ¿No se convertirán
ellos en piedra en el momento en que se acerquen? Ve rápido. Mientras tanto, yo
tengo que terminar algo aquí.
El
inmenso bruto agachó su cabeza y partió al galope.
—¡Ahora!
—dijo ella—. No tenemos mesa..., déjame ver... Sería mejor colocarlo contra el
tronco del árbol.
Edmundo
se vio de pronto rudamente obligado a levantarse. Entonces, con la mayor
celeridad, el Enano lo hizo apoyarse en el tronco y lo amarró. Él vio que la
Bruja se quitaba su manto. Sus brazos estaban desnudos y horriblemente blancos.
Y porque eran tan demasiado blancos, él no pudo ver mucho más. Estaba todo tan
oscuro en esa llanura, bajo los negros árboles...
—Prepara
a la víctima —ordenó la Bruja.
El
Enano desabotonó el cuello de la camisa de Edmundo, y lo abrió. Luego agarró al
niño del cabello y le echó la cabeza hacia atrás, de manera que tuvo que
levantar el mentón. Después, Edmundo oyó un extraño ruido: güizz-güizz-güizz.
Por un momento no pudo imaginar qué era, pero de repente se dio cuenta: era el
sonido de un cuchillo al ser afilado.
En ese
preciso momento escuchó fuertes gritos y ruidos que venían de todas
direcciones: un tamborileo de pisadas..., un batir de alas..., un grito de la
Bruja..., una total confusión alrededor de él.
Entonces
sintió que lo desataban y que unos fuertes brazos lo rodeaban. Oyó voces
compasivas y cariñosas:
—¡Déjalo
recostarse! Denle un poco de vino... —decían—. Beba..., sostenga ahora...,
estará bien en un minuto.
Acto
seguido escuchó voces que no se dirigían a él, sino a otras personas.
—¿Quién
capturó a la Bruja?
—Yo
creí que tú la tenías.
—No la
vi después de haberle arrebatado el cuchillo de su mano.
—Yo
estaba persiguiendo al Enano...
—¡No me
digas que ella se nos escapó!
—Un
muchacho no puede hacerlo todo al mismo tiempo... Pero, ¿qué es eso?... ¡Oh! Lo
siento, es sólo un viejo tronco.
Edmundo
se desmayó en ese instante.
Entonces
centauros y unicornios, venados y pájaros (eran parte del equipo de rescate
enviado por Aslan en el capítulo anterior), todos regresaron a la Mesa de
Piedra llevando a Edmundo con ellos. Pero si hubieran visto lo que sucedió en
el valle después que se alejaron, yo pienso que su sorpresa habría sido enorme.
Todo
estaba muy quieto cuando asomó una brillante luna. Si ustedes hubieran estado
allí, habrían podido ver que la luz de la luna iluminaba un viejo tronco de
árbol y una enorme roca blanca. Pero si ustedes hubieran mirado detenidamente
poco a poco, habrían comenzado a pensar que había algo muy extraño en ambos, en
la roca y en el tronco. Y en seguida habrían advertido que el tronco se parecía
de manera notable a un hombre pequeño y gordo, agachado sobre la tierra. Y si
hubieran permanecido ahí durante más tiempo todavía, habrían visto que el
tronco caminaba hacia la roca, ésta se sentaba y ambos comenzaban a hablar,
porque, en realidad, el tronco y la roca eran simplemente el Enano y la Bruja.
Parte de la magia de ella consistía en que podía hacer que las cosas parecieran
lo que no eran y tuvo la presencia de ánimo para recordar esa magia y aplicarla
en el preciso momento en que le arrebataron el cuchillo de la mano. Ella
también había logrado mantener su vara firmemente, de modo que ahora la
guardaba a salvo.
Cuando
los tres niños despertaron a la mañana siguiente (habían dormido sobre un
montón de cojines en el pabellón), lo primero que oyeron —la señora Castora se
los dijo— fue la noticia respecto a que su hermano había sido rescatado y
conducido al campamento durante la noche. En ese momento estaba con Aslan.
Inmediatamente
después de tomar su desayuno, los tres niños salieron. Vieron a Aslan y a
Edmundo que caminaban juntos sobre el pasto lleno de rocío. Estaban separados
del resto de la corte. No hay necesidad de contarles a ustedes qué le dijo
Aslan a Edmundo (y nadie lo supo nunca), pero ésta fue una conversación que el
niño jamás olvidó. Cuando los tres hermanos se acercaron, Aslan se dirigió
hacia ellos llevando a Edmundo con él.
—Aquí
está su hermano —les dijo—, y..., no es necesario hablarle sobre lo que ha
pasado. Edmundo estrechó las manos de cada uno y les dijo:
—Lo
siento mucho...
—Todo
está bien —respondieron. Y los tres quisieron entonces decir algo más para
demostrar a Edmundo que volvían a ser amigos, algo sencillo y natural, pero a
ninguno se le ocurrió nada.
Antes
que tuvieran tiempo de sentirse incómodos, uno de los leopardos se acercó a
Aslan y le dijo:
—Señor,
un mensajero del enemigo suplica le des una audiencia.
—Deja
que se aproxime —dijo Aslan.
El
leopardo se alejó y volvió al instante conduciendo al Enano de la Bruja.
—¿Cuál
es tu mensaje, Hijo de la Tierra? —preguntó Aslan.
—La
Reina de Narnia, Emperatriz de las Islas Solitarias, desea un salvoconducto
para venir a hablar contigo —dijo el Enano—. Se trata de un asunto de
conveniencia tanto para ti como para ella. —¡Reina de Narnia! ¡Seguro! —exclamó
el Castor—. ¡Qué descaro!
—Paz,
Castor —dijo Aslan—. Todos los nombres serán devueltos muy pronto a sus
verdaderos dueños. Entretanto no queremos disputas... Dile a tu ama, Hijo de la
Tierra, que le garantizo su salvoconducto, con la condición que deje su vara
tras ella, junto al gran roble.
El
Enano aceptó. Dos leopardos lo acompañaron en su regreso para asegurarse del
cumplimiento del compromiso.
—Pero,
¿y si ella transforma a los leopardos en estatuas? —susurró Lucía al oído de
Pedro.
Creo
que la misma idea se les había ocurrido a los leopardos; mientras se alejaban,
en todo momento la piel de sus lomos permaneció erizada, como también su
cola..., igual que cuando un gato ve un perro extraño.
—Todo
irá bien —murmuró Pedro—. Aslan no los hubiera enviado si no fuera así.
Pocos
minutos más tarde la Bruja en persona subió a la cima de la colina. Se dirigió
derechamente a Aslan y se quedó frente a él. Los tres niños, que nunca la
habían visto, sintieron que un escalofrío les recorría la espalda cuando
miraron su rostro. Se produjo un sordo gruñido entre los animales. Y, a pesar
que el sol resplandecía, repentinamente todos se helaron.
Los dos
únicos que parecían estar tranquilos y cómodos eran Aslan y la Bruja. Resultaba
muy curioso ver esas dos caras —una dorada y otra pálida como la muerte— tan
cerca una de otra. Pero la Bruja no miraba a Aslan exactamente a los ojos. La
señora Castora puso especial atención en ello.
—Tienes
un traidor aquí, Aslan —dijo la Bruja.
Por
supuesto, todos comprendieron que ella se refería a Edmundo. Pero éste, después
de todo lo que le había pasado y especialmente después de la conversación de la
mañana, había dejado de preocuparse de sí mismo. Sólo miró a Aslan sin que
pareciera importarle lo que la Bruja dijera.
—Bueno
—dijo Aslan—, su ofensa no fue contra ti.
—¿Te
has olvidado de la Magia Profunda? —preguntó la Bruja.
—Digamos
que la he olvidado —contestó Aslan gravemente—. Cuéntanos acerca de esta Magia
Profunda.
—¿Contarte
a ti? —gritó la Bruja, con un acento que repentinamente se hizo más y más
chillón— . ¿Contarte lo que está escrito en la Mesa de Piedra que está a tu
lado? ¿Contarte lo que, con una lanza, quedó grabado en el tronco del Fresno
del Mundo? ¿Contarte lo que se lee en el cetro del Emperador-Más-Allá-del-Mar?
Al menos tú conoces la magia que el Emperador estableció en Narnia desde el
comienzo mismo. Tú sabes que todo traidor me pertenece; que, por ley, es mi
presa, y que por cada traición tengo derecho a matar.
—¡Oh!
—dijo el Castor—, así es que eso fue lo que la llevó a imaginarse que era
Reina..., porque usted era el verdugo del Emperador. Ya veo...
—Paz,
Castor —dijo Aslan, con un gruñido muy suave.
—Por lo
tanto —continuó la Bruja—, esa criatura humana es mía. Su vida está en prenda y
me pertenece. Su sangre es mía.
—¡Ven y
llévatela, entonces! —dijo el Toro con cabeza de hombre, en un gran bramido.
—¡Tonto!
—dijo la Bruja, con una sonrisa salvaje, que casi parecía un gruñido—. ¿Crees
realmente que tu amo puede despojarme de mis derechos por la sola fuerza? Él
conoce la Magia Profunda mejor que eso. Sabe que, a menos que yo tenga esa
sangre, como dice la Ley, toda Narnia será destruida y perecerá en fuego y
agua.
—Es muy
cierto —dijo Aslan—. No lo niego.
—¡Ay,
Aslan! —susurró Susana al oído del León—. ¿No podemos?... Quiero decir, usted
no lo haría, ¿verdad? ¿Podríamos hacer algo con la Magia Profunda? ¿No hay algo
que usted pueda hacer contra esa Magia?
—¿Trabajar
contra la magia del Emperador? —dijo Aslan, dándose vuelta hacia ella con el
ceño fruncido.
Nadie
volvió a sugerir nada semejante.
Edmundo
se encontraba al otro lado de Aslan y le miraba siempre a la cara. Se sentía
sofocado y se preguntaba si debía decir algo. Pero un instante después estuvo
seguro que no debía hacer nada, excepto esperar y actuar de acuerdo con lo que
le habían dicho.
—Vayan
atrás, todos ustedes —dijo Aslan—. Quiero hablar con la Bruja a solas.
Todos
obedecieron. Fueron momentos terribles..., esperaban y, a la vez, tenían ansias
de saber qué estaba pasando. Mientras tanto, la Bruja y el León hablaban con
gran seriedad y en voz muy baja.
—¡Oh,
Edmundo! —exclamó Lucía y empezó a llorar.
Pedro
se quedó de pie dando la espalda a los demás y mirando el mar en la lejanía.
Los castores permanecieron apoyados en sus garras, con sus cabezas gachas. Los
centauros, inquietos, rascaban el suelo con sus pezuñas. Al fin todos se
quedaron tan inmóviles que podían escucharse aun los sonidos más leves, como el
zumbido de una abeja que pasó volando, o los pájaros allá abajo, en el bosque,
o el viento que movía suavemente las hojas. La conversación entre Aslan y la
Bruja continuaba todavía...
Por fin
se escuchó la voz de Aslan.
—Pueden
volver —dijo—. He arreglado este asunto. Ella renuncia a reclamar la sangre de
Edmundo.
En la
cumbre de la colina se escuchó un ruido como si todos hubieran estado con la
respiración contenida y ahora comenzaran a respirar nuevamente, y luego el
murmullo de una conversación. Los presentes empezaron a acercarse al trono de
Aslan.
La
Bruja ya se daba vuelta para alejarse de allí con una expresión de feroz
alegría en el rostro, cuando de pronto se detuvo y dijo:
—¿Cómo
sabré que la promesa será cumplida?
—¡Grrrr!
—gruñó Aslan, levantándose de su trono. Su boca se abrió más y más grande y el
gruñido creció y creció.
La
Bruja, después de mirarlo por un instante con sus labios entreabiertos, recogió
sus largas faldas y corrió para salvar su vida.
CAPÍTULO
14
EL
TRIUNFO DE LA BRUJA
En
cuanto la Bruja se alejó, Aslan dijo:
—Debemos
dejar este lugar de inmediato porque será ocupado en otros asuntos. Esta noche
tendremos que acampar en los Vados de Beruna.
Por
supuesto todos se morían por preguntarle cómo había arreglado las cosas con la
Bruja; pero el rostro de Aslan se veía muy severo y en todos los oídos aún
resonaba su rugido, de manera que nadie se atrevió a preguntar nada.
Después
de un almuerzo al aire libre, en la cumbre de la colina (el sol era ya muy
fuerte y secaba el pasto), bajaron la bandera y se preocuparon de empacar sus
cosas. Antes de las dos ya marchaban en dirección noroeste. Iban a paso lento,
pues no tenían que llegar muy lejos.
Durante
la primera parte del viaje, Aslan explicó a Pedro su plan de campaña.
—En
cuanto termine lo que tiene que hacer en estos lugares —dijo—, es casi seguro
que la Bruja, con su banda, regresará a su casa y se preparará para el asedio.
Ustedes pueden ser o no ser capaces de atajarla y de impedir que ella alcance
sus propósitos.
Luego
el León trazó dos planes de batalla: uno para luchar con la Bruja y sus
partidarios en el bosque y otro para asaltar su castillo. Pero, a la vez,
continuamente aconsejaba a Pedro acerca de la forma de conducir las operaciones
con frases como éstas: «Tienes que situar a lo centauros en tal y tal lugar» o
«Debes disponer vigías para observar que ella no haga tal cosa», hasta que por
fin Pedro dijo:
—Usted
estará ahí con nosotros, Aslan, ¿verdad?
—No
puedo prometer nada al respecto —contestó el León, y continuó con sus
instrucciones.
En la
última parte del viaje, Lucía y Susana fueron las que estuvieron más cerca de
él. Aslan no habló mucho y a ellas les pareció que estaba triste.
La
tarde no había concluido aún cuando llegaron a un lugar donde el valle se
ensanchaba y el río era poco profundo. Eran los Vados de Beruna. Aslan ordenó
detenerse antes de cruzar el agua, pero Pedro dijo:
—¿No
sería mejor acampar en el lado más alejado?..., ella puede intentar un ataque
nocturno o cualquier otra cosa.
Aslan,
que parecía pensar en algo muy diferente, se levantó y, sacudiendo su magnífica
melena, preguntó:
—¿Eh?¿Qué
dijiste?
Pedro
repitió todo de nuevo.
—No
—dijo Aslan con voz apagada, como si se tratara de algo sin importancia—. No.
Ella no atacará esta noche. —Entonces suspiró profundamente y agregó—: De todos
modos, pensaste bien.
Esa es
la manera como un soldado debe pensar. Pero eso no importa ahora, realmente.
Entonces
procedieron a instalar el campamento.
La
melancolía de Aslan los afectó a todos aquella tarde. Pedro se sentía inquieto
también ante la idea de librar la batalla bajo su responsabilidad. La noticia
de la posible ausencia de Aslan lo alteró profundamente.
La cena
de esa noche fue silenciosa. Todos advirtieron cuán diferente había sido la de
la noche anterior o incluso el almuerzo de esa mañana. Era como si los buenos
tiempos, que recién habían comenzado, estuvieran llegando a su fin.
Estos
sentimientos afectaron a Susana en tal forma que no pudo conciliar el sueño
cuando se fue a acostar. Después de estar tendida contando ovejas y dándose
vueltas una y otra vez, oyó que Lucía suspiraba largamente y se acercaba a ella
en la oscuridad.
—¿Tampoco
tú puedes dormir? —le preguntó.
—No
—dijo Lucía—. Pensaba que tú estabas dormida. ¿Sabes...?
—¿Qué?
—Tengo
un presentimiento horroroso..., como si algo estuviera suspendido sobre
nosotros...
—A mí
me pasa lo mismo...
—Es
sobre Aslan —continuó Lucía—. Algo horrible le va a suceder, o él va a tener
que hacer una cosa terrible.
—A él
le sucede algo malo. Toda la tarde ha estado raro —dijo Susana—. Lucía, ¿qué
fue lo que dijo sobre no estar con nosotros en la batalla? ¿Tú crees que se
puede escabullir y dejarnos esta noche?
—¿Dónde
está ahora? —preguntó Lucía—. ¿Está en el pabellón?
—No
creo.
—Susana,
vamos afuera y miremos alrededor. Puede que lo veamos.
—Está
bien. Es lo mejor que podemos hacer en lugar de seguir aquí tendidas y
despiertas.
En
silencio y a tientas las dos niñas caminaron entre los demás que estaban
dormidos y se deslizaron fuera del pabellón. La luz de la luna era brillante y
todo estaba en absoluto silencio, excepto el río que murmuraba sobre las
piedras. De repente Susana tomó el brazo de Lucía y le dijo:
—¡Mira!
Al otro
lado del campamento, donde comenzaban los árboles, vieron al León: caminaba muy
despacio y se alejaba de ellos internándose en el bosque. Sin decir una
palabra, ambas lo siguieron.
Tras
él, las niñas subieron una húmeda pendiente, fuera del valle del río, y luego
torcieron algo hacia la izquierda de..., aparentemente por la misma ruta que
habían utilizado esa tarde en la marcha desde la colina de la Mesa de Piedra.
Una y otra vez él las hizo internarse entre oscuras sombras para volver luego a
la pálida luz de la luna, mientras un espeso rocío mojaba sus pies. De alguna
manera él se veía diferente del Aslan que ellas conocían. Su cabeza y su cola
estaban inclinadas y su paso era lento, como si estuviera muy, muy cansado.
Entonces, cuando atravesaban un amplio claro en el que no había sombras que
permitieran esconderse, se detuvo y miró a su alrededor. No había una buena
razón para huir, así es que las dos niñas fueron hacia él. Cuando se acercaron,
Aslan les dijo:
—Niñas,
niñas, ¿por qué me siguen?
—No
podíamos dormir —le dijo Lucía, y tuvo la certeza que no necesitaba decir nada
más y que Aslan sabía lo que ellas pensaban.
—Por
favor, ¿podemos ir con usted, dondequiera que vaya? —rogó Susana.
—Bueno...
—dijo Aslan, mientras parecía reflexionar. Entonces agregó—: Me gustaría mucho
tener compañía esta noche. Sí; pueden venir si me prometen detenerse cuando yo
se lo diga y, después, dejarme continuar solo.
—¡Oh!
¡Gracias, gracias! Se lo prometemos —dijeron las dos niñas.
Siguieron
adelante, cada una a un lado del León. Pero, ¡qué lento era su caminar! Llevaba
su gran y real cabeza tan inclinada que su nariz casi tocaba el pasto. Incluso
tropezó y emitió un fuerte quejido.
—¡Aslan!
¡Querido Aslan! —dijo Lucía—. ¿Qué pasa? ¿Por qué no nos cuenta lo que sucede?
—¿Está
enfermo, querido Aslan? —preguntó Susana.
—No
—dijo Aslan—. Estoy triste y abatido. Pongan sus manos en mi melena para que
pueda sentir que están cerca de mí y caminemos.
Entonces
las niñas hicieron lo que jamás se habrían atrevido a hacer sin su permiso,
pero que anhelaban desde que lo conocieron: hundieron sus manos frías en ese
hermoso mar de pelo y lo acariciaron suavemente; así, continuaron la marcha
junto a él. Momentos después advirtieron que subían la ladera de la colina en
la cual estaba la Mesa de Piedra. Iban por el lado en que los árboles estaban
cada vez más separados a medida que se ascendía. Cuando estuvieron junto al
último árbol (era uno a cuyo alrededor crecían algunos arbustos), Aslan se
detuvo y dijo:
—¡Oh
niñas, niñas! Aquí deben quedarse. Pase lo que pase, no se dejen ver. Adiós.
Las dos
niñas lloraron amargamente (sin saber en realidad por qué), abrazaron al León y
besaron su melena, su nariz, sus manos y sus grandes ojos tristes. Luego él se
alejó de ellas y subió a la cima de la colina. Lucía y Susana se escondieron
detrás de los arbustos, y esto fue lo que vieron.
Una
gran multitud rodeaba la Mesa de Piedra y, aunque la luna resplandecía, muchos
de los que allí estaban sostenían antorchas que ardían con llamas rojas y
demoníacas y despedían humo negro.
Pero,
¡qué clase de gente había allí! Ogros con dientes monstruosos, lobos, hombres
con cabezas de toro, espíritus de árboles malvados y de plantas venenosas y
otras criaturas que no voy a describir porque, si lo hiciera, probablemente los
adultos no permitirían que ustedes leyeran este libro... Eran sanguinarias,
aterradoras, demoníacas, fantasmales, horrendas, espectrales.
En
efecto, ahí se encontraban reunidos todos los que estaban de parte de la Bruja,
aquellos que el Lobo había convocado obedeciendo la orden dada por ella. Justo
al centro, de pie cerca de la Mesa, estaba la Bruja en persona.
Un
aullido y una algarabía espantosa surgieron de la multitud cuando aquellos
horribles seres vieron que el León avanzaba paso a paso hacia ellos. Por un
momento, la misma Bruja pareció paralizada por el miedo. Pronto se recobró y
lanzó una carcajada salvaje.
—¡El
idiota! —gritó—. ¡El idiota ha venido! ¡Átenlo de inmediato!
Susana
y Lucía, sin respirar, esperaron el rugido de Aslan y su salto para atacar a
sus enemigos. Pero nada de eso se produjo. Cuatro hechiceras, con horribles
muecas y miradas de reojo, aunque también (al principio) vacilantes y algo
asustadas de lo que debían hacer, se aproximaron a él.
—¡Átenlo,
les digo! —repitió la Bruja.
Las
hechiceras le arrojaron un dardo y chillaron triunfantes al ver que no oponía
resistencia. Luego otros —enanos y monos malvados— corrieron a ayudarlas, y
entre todos enrollaron una cuerda alrededor del inmenso León y amarraron sus
cuatro patas juntas. Gritaban y aplaudían como si hubieran realizado un acto de
valentía, aunque con sólo una de sus garras el León podría haberlos matado a
todos si lo hubiera querido. Pero no hizo ni un solo ruido, ni siquiera cuando
los enemigos, con terrible violencia, tiraron de las cuerdas en tal forma que
éstas penetraron su carne. Por último comenzaron a arrastrarlo hacia la Mesa de
Piedra.
—¡Alto!
—dijo la Bruja—. ¡Que se le corte el pelo primero!
Otro
coro de risas malvadas surgió de la multitud cuando un ogro se acercó con un
par de tijeras y se encuclilló al lado de la cabeza de Aslan. Snip-snip-snip
sonaron las tijeras y los rizos dorados comenzaron a caer y a amontonarse en el
suelo. El ogro se echó hacia atrás, y las niñas, que observaban desde su escondite,
pudieron ver la cara de Aslan, tan pequeña y diferente sin su melena.
Los
enemigos también se percataron de la diferencia.
—¡Miren,
no es más que un gato grande, después de todo! —gritó uno.
—¿De
eso estábamos asustados? —dijo otro.
Y todos
rodearon a Aslan y se burlaron de él con frases como «Miz, miz. Pobre gatita»,
«¿Cuántas lauchas cazaste hoy, gato?» o «¿Quieres un platito de leche?»
—¡Oh!
¿Cómo pueden? —dijo Lucía mientras las lágrimas corrían por sus mejillas—. ¡Qué
salvajes, qué salvajes!
Pero
ahora que el primer impacto ante su vista estaba superado, la cara desnuda de
Aslan le pareció más valiente, más bella y más paciente que nunca.
—¡Pónganle
un bozal! —ordenó la Bruja.
Incluso
en ese momento, mientras ellos se afanaban junto a su cara para ponerle el
bozal, un mordisco de sus mandíbulas les hubiera costado las manos a dos o tres
de ellos. Pero no se movió. Esto pareció enfurecer a esa chusma. Ahora todos
estaban frente a él. Aquellos que tenían miedo de acercarse, aun después que el
León quedó limitado por las cuerdas que lo ataban, comenzaron ahora a
envalentonarse y en pocos minutos las niñas ya no pudieron verlo siquiera. Una
inmensa muchedumbre lo rodeaba estrechamente y lo pateaba, lo golpeaba, lo
escupía y se mofaba de él.
Por
fin, la chusma pensó que ya era suficiente. Entonces volvieron a arrastrarlo
amarrado y amordazado hasta la Mesa de Piedra. Unos empujaban y otros tiraban.
Era tan inmenso que, después de haber llevado hasta la Mesa, tuvieron que
emplear todas sus fuerzas para alzarlo y colocarlo sobre la superficie. Allí
hubo más amarras y las cuerdas se apretaron ferozmente.
—¡Cobardes!
¡Cobardes! —sollozó Susana—. ¡Todavía le tienen miedo, incluso ahora!
Una vez
que Aslan estuvo atado (y tan atado que realmente estaba convertido en una masa
de cuerdas) sobre la piedra, un súbito silencio reinó entre la multitud. Cuatro
Hechiceras, sosteniendo cuatro antorchas, se instalaron en las esquinas de la
Mesa. La Bruja desnudó sus brazos, tal como los había desnudado la noche
anterior ante Edmundo en lugar de Aslan. Luego procedió a afilar su cuchillo.
Cuando la tenue luz de las antorchas cayó sobre éste, las niñas pensaron que
era un cuchillo de piedra en vez de acero. Su forma era extraña y diabólica.
Finalmente,
ella se acercó y se situó junto a la cabeza de Aslan. La cara de la Bruja
estaba crispada de furor y de pasión; Aslan miraba el cielo, siempre quieto,
sin demostrar enojo ni miedo, sino tan sólo un poco de tristeza. Entonces, unos
momentos antes de asestar la estocada final, la Bruja se detuvo y dijo con voz
temblorosa:
—Y
ahora, ¿quién ganó? Idiota, ¿pensaste que con esto tú salvarías a ese humano
traidor? Ahora te mataré a ti en lugar de él, como lo pactamos, y así la Magia
Profunda se apaciguará. Pero cuando tú hayas muerto, ¿qué me impedirá matarlo
también a él? ¿Quién podrá arrebatarlo de mis manos entonces? Tú me has
entregado Narnia para siempre. Has perdido tu propia vida y no has salvado la
de él. Ahora que ya sabes esto, ¡desespérate y muere!
Las dos
niñas no vieron el momento preciso de la muerte. No podían soportar esa visión
y cubrieron sus ojos.
CAPÍTULO
15
MAGIA
PROFUNDA ANTERIOR AL AMANECER DEL TIEMPO
Las
niñas aún permanecían escondidas entre los arbustos, con las manos en la cara,
cuando escucharon la voz de la Bruja que llamaba:
—¡Ahora!
¡Síganme! Emprenderemos las últimas batallas de esta guerra. No nos costará
mucho aplastar a esos insectos humanos y al traidor, ahora que el gran Idiota,
el gran Gato, yace muerto.
En ese
momento, y por unos pocos segundos, las niñas estuvieron en gran peligro. Toda
esa vil multitud, con gritos salvajes y un ruido enloquecedor de trompetas y
cuernos que sonaban chillones y penetrantes, marchó desde la cima de la colina
y bajó la ladera justo por el lado de su escondite.
Las
niñas sintieron a los Espectros que, como viento helado, pasaban muy cerca de
ellas; también sintieron que la tierra temblaba bajo el galope de los
Minotauros. Sobre sus cabezas se agitaron, como en una ráfaga de alas
asquerosas, buitres muy negros y murciélagos gigantes. En cualquier otra
ocasión ellas habrían muerto de miedo, pero ahora la tristeza, la vergüenza y
el horror de la muerte de Aslan invadían sus mentes de tal modo que
difícilmente podían pensar en otra cosa.
Apenas
el bosque estuvo de nuevo en silencio, Susana y Lucía se deslizaron hacia la
colina. La luna alumbraba cada vez menos y ligeras nubes pasaban sobre ella,
pero aún las niñas pudieron ver los contornos del gran León muerto con todas sus
ataduras. Ambas se arrodillaron sobre el pasto húmedo, y besaron su cara helada
y su linda piel —lo que quedaba de ella— y lloraron hasta que las lágrimas se
les agotaron. Entonces se miraron, se tomaron de las manos en un gesto de
profunda soledad y lloraron nuevamente. Otra vez se hizo presente el silencio.
Al fin Lucía dijo:
—No
soporto mirar ese horrible bozal. ¿Podremos quitárselo?
Trataron.
Después de mucho esfuerzo (porque sus manos estaban heladas y era ya la hora
más oscura de la noche) lo lograron. Cuando vieron su cara sin las amarras,
estallaron otra vez en llanto. Lo besaron, le limpiaron la sangre y los
espumarajos lo mejor que pudieron. Todo fue mucho más horrible, solitario y sin
esperanza, de lo que yo pueda describir.
—¿Podremos
desatarlo también? —dijo Susana.
Pero
los enemigos, llevados sólo por su feroz maldad, habían amarrado las cuerdas
tan apretadamente que las niñas no lograron deshacer los nudos.
Espero
que ninguno que lea este libro haya sido tan desdichado como lo eran Lucía y Susana
esa noche; pero si ustedes lo han sido —si han estado levantados toda una noche
y llorado hasta agotar las lágrimas—, ustedes sabrán que al final sobreviene
una cierta quietud. Uno siente como si nada fuera a suceder nunca más. De
cualquier modo, ese era el sentimiento de las dos niñas. Parecía que pasaban
las horas en esa calma mortal sin que se dieran cuenta que estaban cada vez más
heladas. Pero, finalmente, Lucía advirtió dos cosas. La primera fue que hacia
el lado este de la colina estaba un poco menos oscuro que una hora antes. Y lo
segundo fue un suave movimiento que iba a través del pasto a sus pies. Al
comienzo no le prestó mayor atención. ¿Qué importaba? ¡Nada importaba ya! Pero
pronto vio que eso, fuese lo que fuese, comenzaba a subir a la Mesa de Piedra.
Y ahora — fuesen lo que fuesen— se movían cerca del cuerpo de Aslan. Se acercó
y miró con atención. Eran unas pequeñas figuritas grises.
—¡Uf!
—gritó Susana desde el otro lado de la Mesa—. Son ratones asquerosos que se
arrastran sobre él. ¡Qué horror!
Y
levantó la mano para espantarlos.
—¡Espera!
—dijo Lucía, que los miraba fijamente y de más cerca—. ¿Ves lo que están
haciendo?
Ambas
se inclinaron y miraron con atención.
—¡No lo
puedo creer! —dijo Susana—. ¡Qué extraño! ¡Están royendo las cuerdas!
—Eso
fue lo que pensé —dijo Lucía—. Creo que son ratones amigos. Pobres
pequeñitos..., no se dan cuenta que él está muerto. Ellos piensan que hacen
algo bueno al desatarlo.
Estaba
mucho más claro ya. Las niñas advirtieron entonces cuán pálidos se veían sus
rostros. También pudieron ver que los ratones roían y roían; eran docenas y
docenas, quizás cientos de pequeños ratones silvestres. Al fin, uno por uno
todos los cordeles estaban roídos de principio a fin.
Hacia
el este, el cielo aclaraba y las estrellas se apagaban todas..., excepto una
muy grande y muy baja en el horizonte, al oriente. En ese momento ellas
sintieron más frío que en toda la noche. Los ratones se alejaron sin hacer
ruido, y Susana y Lucía retiraron los restos de las cuerdas.
Sin las
ataduras, Aslan era algo más él mismo. Cada minuto que pasaba, su rostro se
veía más noble y, como la luz del día aumentaba, las niñas pudieron observarlos
mejor.
Tras
ellas, en el bosque, un pájaro gorjeó. El silencio había sido tan absoluto por
horas y horas, que ese sonido las sorprendió. De inmediato otro pájaro contestó
y muy pronto hubo cantos y trinos por todas partes.
Definitivamente
era la madrugada; la noche había quedado atrás.
—Tengo
tanto frío —dijo Lucía.
—Yo
también —dijo Susana—. Caminemos un poco.
Caminaron
hacia el lado oeste de la colina y miraron hacia abajo. La gran estrella casi
había desaparecido. Todo el campo se veía gris oscuro, pero más allá, en el
mismo fin del mundo, el mar se mostraba pálido. El cielo comenzó a teñirse de
rojo. Para evitar el frío, las niñas caminaron de un lado para otro, entre el
lugar donde yacía Aslan y el lado oriental de la cumbre de la colina, más veces
de lo que pudieron contar. Pero, ¡oh, qué cansadas sentían sus piernas!
Se
detuvieron por unos instantes y miraron hacia el mar y hacia Cair Paravel (que
recién ahora podían descubrir). Poco a poco el rojo del cielo se transformó en
dorado a todo lo largo de la línea en que el cielo y el mar se encuentran, y
muy lentamente asomó el borde del sol. En ese momento las niñas escucharon tras
ellas un ruido estrepitoso..., un gran estallido..., un sonido ensordecedor,
como si un gigante hubiera roto un vidrio gigante.
—¿Qué
fue eso? —preguntó Lucía, apretando el brazo de su hermana.
—Me da
miedo darme vuelta —dijo Susana—. Algo horrible sucede.
—¡Están
haciéndole algo todavía peor a él! —dijo Lucía—. ¡Vamos!
Se dio
vuelta y arrastró a Susana con ella.
Todo se
veía tan diferente con la salida del sol —los colores y las sombras habían
cambiado—, que por un momento no vieron lo que era importante. Pero pronto, sí:
la Mesa de Piedra estaba partida en dos; una gran hendidura la cruzaba de un
extremo a otro. Y allí no estaba Aslan.
—¡Oh,
oh! —gritaron las dos niñas, corriendo velozmente hacia la Mesa.
—¡Esto
es demasiado malo! —sollozó Lucía—; ellos deben haber dejado el cuerpo
abandonado...
—Pero,
¿quién hizo esto? —lloró Susana—. ¿Qué significa? ¿Será magia otra vez?
—Sí
—dijo una voz fuerte a sus espaldas—. Es más magia.
Se
dieron vuelta. Ahí, brillando al sol, más grande que nunca y agitando su melena
(que aparentemente había vuelto a crecer), estaba Aslan en persona.
—¡Oh
Aslan! —gritaron las dos niñas, mirándolo con ojos dilatados de asombro y casi
tan asustadas como contentas.
—Entonces
no está muerto, querido Aslan —dijo Lucía.
—Ahora
no.
—No
es..., no es un... —preguntó Susana con voz vacilante, sin atreverse a
pronunciar la palabra fantasma.
Aslan
inclinó la cabeza y con su lengua acarició la frente de la niña. El calor de su
aliento y un agradable olor que parecía desprenderse de su pelo, la invadieron.
—¿Lo
parezco? —preguntó.
—¡Es
real! ¡Es real! ¡Oh Aslan! —gritó Lucía, y ambas niñas se abalanzaron sobre él
y lo besaron.
—Pero,
¿qué quiere decir todo esto? —preguntó Susana cuando se calmaron un poco.
—Quiere
decir —dijo Aslan— que, a pesar que la Bruja sabía de la Magia Profunda, hay
una magia más profunda aún que ella no conoce. Su saber llega sólo hasta el
Amanecer del Tiempo. Pero si a ella le hubiera sido posible mirar más hacia
atrás, en la oscuridad y la quietud, antes que el Tiempo amaneciera, hubiese
podido leer allí un encantamiento diferente. Y habría sabido que cuando una
víctima voluntaria, que no ha cometido traición, es ejecutada en lugar de un
traidor, la Mesa se quiebra y la Muerte misma comienza a trabajar hacia atrás.
Y ahora...
—¡Oh,
sí!, ¿ahora? —exclamó Lucía, saltando y aplaudiendo.
—Niñas
—dijo el León—, siento que la fuerza vuelve a mí. ¡Niñas, alcáncenme si pueden!
Permaneció
inmóvil por unos instantes, sus ojos iluminados y sus extremidades palpitantes,
y se azotó a sí mismo con su cola. Luego saltó muy alto sobre sus cabezas y
aterrizó al otro lado de la Mesa. Riendo, aunque sin saber por qué, Lucía
corrió para alcanzarlo. Aslan saltó otra vez y comenzó una loca cacería que las
hizo correr, siempre tras él, alrededor de la colina una y mil veces. Tan pronto
no les daba esperanzas de alcanzarlo como permitía que ellas casi agarraran su
cola; pasaba veloz entre las niñas, las sacudía en el aire con sus fuertes,
bellas y aterciopeladas manos o se detenía inesperadamente de manera que los
tres rodaban felices y reían en una confusión de piel, brazos y piernas. Era
una clase de juego y de saltos que nadie ha practicado jamás fuera de Narnia.
Lucía no podía determinar a qué se parecía más todo esto: si a jugar con una
tempestad de truenos o con un gatito. Lo más extraño fue que cuando terminaron
jadeantes al sol, las niñas no sintieron ni el más mínimo cansancio, sed o
hambre.
—Ahora
—dijo luego Aslan—, a trabajar. Siento que voy a rugir. Sería mejor que ustedes
pongan sus dedos en sus oídos.
Así lo
hicieron. Aslan se puso de pie y cuando abrió la boca para rugir, su cara
adquirió una expresión tan terrible que ellas no se atrevieron a mirarlo.
Vieron, en cambio, que todos los árboles frente a él se inclinaban ante el
ventarrón de su rugido, como el pasto de una pradera se dobla al paso del
viento.
Luego
dijo:
—Tenemos
una larga caminata por delante. Ustedes irán montadas en mi lomo.
Se
agachó y las niñas se instalaron sobre su cálida y dorada piel. Susana iba
adelante, agarrada firmemente de la melena del León. Lucía se acomodó atrás y
se aferró a Susana. Con esfuerzo, Aslan se levantó con toda su carga y salió
disparado colina abajo y, más rápido de lo que ningún caballo hubiera podido,
se introdujo en la profundidad del bosque.
Para
Lucía y Susana esa cabalgata fue, probablemente, lo más bello que les ocurrió
en Narnia. Ustedes, ¿han galopado a caballo alguna vez? Piensen en ello; luego
quítenle el pesado ruido de las pezuñas y el retintín de los arneses e
imaginen, en cambio, el galope blando, casi sin ruido, de las grandes patas de
un león. Después, en lugar del duro lomo gris o negro del caballo, trasládense
a la suave aspereza de la piel dorada y vean la melena que vuela al viento.
Luego imaginen que ustedes van dos veces más rápido que el más veloz de los caballos
de carrera. Y, además, éste es un animal que no necesita ser guiado y que jamás
se cansa. Él corre y corre, nunca tropieza, nunca vacila; continúa siempre su
camino y, con habilidad perfecta, sortea los troncos de los árboles, salta los
arbustos, las zarzas y los pequeños arroyos, vadea los esteros y nada para
cruzar los grandes ríos. Y ustedes no cabalgan en un camino, ni en un parque ni
siquiera en la Tierra, sino a través de Narnia, en primavera, bajo imponentes
avenidas de hayas, y cruzan asoleados claros en medio de bosques de encinas,
cubiertos de principio a fin de orquídeas silvestres y guindos de flores
blancas como la nieve. Y galopan junto a ruidosas cascadas de agua, rocas
cubiertas de musgos y cavernas en las que resuena el eco; suben laderas con
fuertes vientos, cruzan las cumbres de montañas cubiertas de brezos, corren
vertiginosamente a través de ásperas lomas y bajan, y bajan, y bajan otra vez
hasta llegar al valle silvestre para recorrer enormes superficies de flores
azules.
Era
cerca del mediodía cuando llegaron hasta un precipicio, frente a un castillo
—un castillo que parecía de juguete desde el lugar en que se encontraban— con
una infinidad de torres puntiagudas. El León siguió su carrera hacia abajo, a
una velocidad increíble, que aumentaba cada minuto. Antes que las niñas
alcanzaran a preguntarse qué era, estaban ya al nivel del castillo. Ahora no
les pareció de juguete sino, más bien, una fortaleza amenazante que se elevaba
frente a ellas.
No se
veía rostro alguno sobre los muros almenados y las rejas estaban firmemente
cerradas.
Aslan,
sin disminuir en absoluto su paso, corrió directo como una bala hacia el
castillo.
—¡La
casa de la Bruja! —gritó—. Ahora, ¡afírmense fuerte, niñas!
En los
momentos que siguieron, el mundo entero pareció girar al revés y las niñas
experimentaron una sensación como si sus espíritus hubieran quedado atrás,
porque el León, replegándose sobre sí mismo por un instante para tomar impulso,
dio el brinco más grande de su vida y saltó —ustedes pueden decir que voló, en
lugar de saltó— sobre la muralla que rodeaba el castillo. Las dos niñas, sin
respiración pero sanas y salvas en el lomo del León, cayeron al centro de un
enorme patio lleno de estatuas.
CAPÍTULO
16
LO QUE
SUCEDIÓ CON LAS ESTATUAS
—¡Qué
lugar tan extraordinario! —gritó Lucía—. Todos estos animales de piedra..., y
gente también. Es..., es como un museo.
—¡Cállate!
—le dijo Susana—. Aslan está haciendo algo.
En
efecto, él había saltado hacia el león de piedra y sopló sobre él. Sin esperar
un instante, giró violentamente —casi como si fuera un gato que caza su cola— y
sopló también sobre el enano de piedra, el cual (como ustedes recuerdan) estaba
parado a pocos metros del león, de espaldas a él. Luego se volvió con igual
rapidez a la derecha para enfrentarse con un conejo de piedra y corrió de
inmediato hacia dos centauros. En ese momento, Lucía dijo:
—¡Oh,
Susana! ¡Mira! ¡Mira al león!
Supongo
que ustedes habrán visto a alguien acercar un fósforo encendido a un extremo de
un periódico y, luego, colocarlo sobre el enrejado de una chimenea apagada. Por
un segundo parece que no ha sucedido nada, pero de pronto ustedes advierten una
pequeña llama crepitante que recorre todo el borde del periódico. Lo que
sucedió ahora fue algo similar: un segundo después que Aslan sopló sobre el
león de piedra, éste se veía aún igual que antes. Pero luego un pequeño rayo de
oro comenzó a correr a lo largo de su blanco y marmóreo lomo..., el rayo se
esparció..., el color dorado recorrió completamente su cuerpo, como la llama lame
todo un pedazo de papel..., y, mientras sus patas traseras eran todavía de
piedra, el león agitó sus melenas y toda la pesada y pétrea envoltura se
transformó en ondas de pelo vivo. Entonces, en un prodigioso bostezo, abrió una
gran boca roja y vigorosa..., y luego sus patas traseras también volvieron a
vivir. Levantó una de ellas y se rascó. En ese momento divisó a Aslan y se
abalanzó sobre él, saltando de alegría y, con un sollozo de felicidad, le dio
lengüetazos en la cara.
Las
niñas lo siguieron con la vista, pero el espectáculo que se presentó ante sus
ojos fue tan portentoso que olvidaron al león. Las estatuas cobraban vida por
doquier. El patio ya no parecía un museo, sino más bien un zoológico. Las
criaturas más increíbles corrían, detrás de Aslan y bailaban a su alrededor,
hasta que él casi desapareció en medio de la multitud. En lugar de un blanco de
muerte, el patio era ahora una llamarada de colores: el lustroso color castaño
de los centauros; el azul índigo de los unicornios; los deslumbrantes plumajes
de las aves; el café rojizo de zorros, perros y sátiros; el amarillo de los
calcetines y el carmesí de las capuchas de los enanos. Y las niñasabedul en el
color de la plata, las niñas-haya en un fresco y transparente verde, las
niñas-alerce en un verde tan brillante que era casi un amarillo...
Y en
vez del antiguo silencio de muerte, el lugar entero retumbaba con el sonido de
felices rugidos, rebuznos, gañidos, ladridos, chillidos, arrullos, relinchos,
pataleos, aclamaciones, hurras, canciones y risas.
—¡Oh!
—exclamó Susana en un tono diferente—. ¡Mira! Me pregunto..., quiero decir, ¿no
será peligroso?
Lucía
miró y vio que Aslan acababa de soplar en el pie del gigante de piedra.
—No
teman, todo está bien —dijo Aslan alegremente—. Una vez que las piernas le
funcionen, todo el resto de él lo seguirá.
—No era
eso exactamente lo que yo quería decir —susurró Susana al oído de Lucía. Pero
ya era muy tarde para hacer algo; ni siquiera si Aslan la hubiera escuchado. El
rayo ya trepaba por las piernas del Gigante. Ahora movía sus pies. Un momento
más tarde, levantó la porra que apoyaba en uno de sus hombros y se restregó los
ojos.
—¡Bendito
de mí! Debo haber estado durmiendo. Y ahora, ¿dónde se encuentra esa pequeña
Bruja horrible que corría por el suelo? Estaba en alguna parte..., justo a mis
pies.
Cuando
todos le gritaron para explicarle lo que realmente había sucedido, el Gigante
puso su mano en el oído y les hizo repetir todo de nuevo hasta que al fin
entendió; entonces se agachó y su cabeza quedó a la altura de un alminar. Llevó
la mano a su gorro repetidamente ante Aslan, con una sonrisa radiante que
llenaba toda su fea y honesta cara (los gigantes de cualquier tipo son ahora
tan escasos en Inglaterra y más aún aquellos de buen carácter, que les apuesto
diez a uno a que ustedes jamás han visto un gigante con una sonrisa radiante en
su rostro. Es un espectáculo que bien vale la pena contemplar).
—¡Ahora!
¡Entremos en la casa! —dijo Aslan—. ¡Dense prisa, todos! ¡Arriba, abajo y en la
cámara de mi señora! No dejen ningún rincón sin escudriñar. Nunca se sabe dónde
puede haberse ocultado a un pobre prisionero.
Todos corrieron
al interior de la casa. Y por varios minutos, en ese negro, horrible y húmedo
castillo que olía a cerrado, resonó el ruido del abrir de las puertas y
ventanas y de miles de voces que gritaban al mismo tiempo:
—¡No
olviden los calabozos!
—¡Ayúdenme
con esta puerta!
—¡Encontré
otra escalera de caracol!
—¡Oh,
aquí hay un pobre canguro pequeñito!
—¡Puf!
¡Cómo huele aquí!
—¡Cuidado
al abrir las puertas! ¡Pueden caer en una trampa!
—¡Aquí!
¡Suban! ¡En el descanso de la escalera hay varios más!
Pero lo
mejor de todo sucedió cuando Lucía corrió escaleras arriba gritando:
—¡Aslan!
¡Aslan! ¡Encontré al señor Tumnus! ¡Oh, venga rápido!
Momentos
más tarde el pequeño Fauno y Lucía, tomados de la mano, bailaban y bailaban de
felicidad. El Fauno no parecía mayormente afectado por haber sido una estatua;
en cambio, estaba muy interesado en todo lo que la niña tenía que contarle.
Pero al
fin terminó el registro de la fortaleza de la Bruja. El castillo quedó
completamente vacío, con las puertas y ventanas abiertas, y todos aquellos
rincones oscuros y siniestros fueron invadidos por esa luz y ese aire de la
primavera que requerían con tanta urgencia. De vuelta en el patio, la multitud
de estatuas liberadas se agitó. Fue entonces cuando alguien (creo que Tumnus)
preguntó primero:
—Pero,
¿cómo vamos a salir de aquí?
Porque
Aslan había entrado de un salto y las puertas estaban todavía cerradas.
—Todo
irá bien —dijo Aslan; se levantó sobre sus patas traseras y gritó al Gigante—:
¡Oye, tú!
¡Allá
arriba! ¿Cómo te llamas?
—Gigante
Rumblebuffin, su señoría —dijo el Gigante, llevando su mano a la gorra una vez
más.
—Bien,
Gigante Rumblebuffin —dijo Aslan—. ¿Podrás sacarnos de este lugar?
—Por
cierto, su señoría, será un placer —contestó el Gigante—. ¡Apártense de las
puertas todos ustedes, pequeños!
Se
aproximó de una zancada hasta las rejas y les dio un golpe..., otro golpe..., y
otro golpe con su enorme porra. Al primer golpazo, las puertas rechinaron; al
segundo, se rompieron estrepitosamente; y al tercero, se hicieron astillas.
Entonces el Gigante embistió contra las torres, a cada lado de las puertas, y,
después de unos minutos de violentos estrellones y sordos golpes, ambas torres
y un buen pedazo de muralla cayeron estruendosamente convertidas en una masa de
desechos y de piedras inservibles; y cuando la polvareda se dispersó y el aire
se aclaró, para todos fue muy raro encontrarse allí, parados en ese seco y
horrible patio de piedra y ver, a través del boquete, el pasto, los árboles
ondulantes, los espumosos arroyos del bosque, las montañas azules más atrás y,
más allá de todo, el cielo.
—Estoy
completamente bañado en sudor —dijo entonces el Gigante—. Creo que no estaba en
muy buenas condiciones físicas. ¿Alguna de las jóvenes señoras tendrá algo así
como un pañuelo?
—Yo
tengo uno —dijo Lucía, empinándose en la punta de sus pies y alzando el pañuelo
tan alto como pudo.
—Gracias,
señorita —dijo el Gigante Rumblebuffin, agachándose. Y siguió un momento más
bien inquietante para Lucía, pues se vio suspendida en el aire, entre el pulgar
y los demás dedos del Gigante. Pero cuando ella se encontró cerca de su enorme
cara, éste se detuvo repentinamente y, con toda suavidad, volvió a dejarla en
el suelo.
—¡Qué
bendito! ¡He levantado a la niña! Perdóneme señorita, creí que era el pañuelo.
—¡No,
no! —dijo Lucía, riendo—. ¡Aquí está el pañuelo!
Esta vez
el Gigante se las arregló para tomarlo sin equivocarse; pero, para él, un
pañuelo era del mismo tamaño que una sacarina para ustedes. Por eso, cuando
Lucía vio que, con toda solemnidad, él frotaba su gran cara roja una y otra
vez, le dijo:
—Temo
que ese pañuelo no le servirá de nada, señor Rumblebuffin.
—De
ninguna manera. De ninguna manera —dijo el Gigante cortésmente—. Es el mejor
pañuelo que jamás he tenido. Tan fino, tan útil... No sé cómo describirlo.
—¡Qué
Gigante tan encantador! —dijo Lucía al señor Tumnus.
—¡Ah,
sí —dijo el Fauno—. Todos los Buffins lo han sido siempre. Es una de las
familias más respetadas de Narnia. No muy inteligentes quizás (yo nunca he
conocido a un gigante que lo sea), pero una antigua familia, con
tradiciones..., tú sabes. Si hubiera sido de otra manera, ella nunca lo habría
transformado en estatua.
En ese
momento, Aslan golpeó las manos y pidió silencio.
—El
trabajo de este día no ha terminado aún —dijo—, y si la Bruja debe ser
derrotada antes de la hora de dormir, tenemos que dar la batalla de inmediato.
—Y
espero que nos uniremos, señor —agregó el más grande de los centauros.
—Por
supuesto —dijo Aslan—. ¡Y ahora, atención! Aquellos que no pueden resistir
mucho (es decir, niños, enanos y animales pequeños) tienen que cabalgar a lomo
de los que sí pueden (estos somos los leones, centauros, unicornios, caballos,
gigantes y águilas). Los que poseen buen olfato, deben ir adelante con nosotros
los leones, para descubrir el lugar de la batalla. ¡Ánimo y mucha suerte!
Con
gran alboroto y vítores, todos se organizaron. El más encantado en medio de esa
muchedumbre era el otro león, que corría de un lado para otro pretendiendo
estar muy ocupado, aunque en realidad lo único que hacía era decir a todo el
que encontraba a su paso:
—¿Oyeron
lo que dijo? Nosotros, los leones. Eso quiere decir «él y yo». Nosotros, los
leones. Eso es lo que me gusta de Aslan. Nada de personalismos, nada de
reservas. Nosotros, los leones; él y yo.
Y
siguió diciendo lo mismo mientras Aslan cargaba en su lomo a tres enanos, una
Dríade, dos conejos y un puerco espín. Esto lo calmó un poco.
Cuando
todo estuvo preparado (fue un gran perro ovejero el que más ayudó a Aslan a
hacerlos salir en el orden apropiado), abandonaron el castillo saliendo a
través del boquete de la muralla. Adelante iban los leones y los perros, que
olfateaban en todas direcciones. De pronto, un gran perro descubrió un rastro y
lanzó un ladrido. En un segundo, los perros, los leones, los lobos y otros
animales de caza corrieron a toda velocidad con sus narices pegadas a la
tierra. El resto, una media milla más atrás, los seguían tan rápido como
podían. El ruido se asemejaba al de una cacería de zorros en Inglaterra, sólo
que mejor, porque de vez en cuando el sonido de los ladridos se mezclaba con el
gruñido del otro león y algunas veces con el del propio Aslan, mucho más
profundo y terrible.
A
medida que el rastro se hacía más y más fácil de seguir, avanzaron más y más
rápido. Cuando llegaron a la última curva en un angosto y serpenteado valle,
Lucía escuchó, sobre todos esos sonidos, otro sonido..., diferente, que le
produjo una extraña sensación. Era un ruido como de gritos y chillidos y de
choque de metal contra metal.
Salieron
del estrecho valle y Lucía vio de inmediato la causa de los ruidos. Allí
estaban Pedro, Edmundo y todo el resto del ejército de Aslan peleando
desesperadamente contra la multitud de criaturas horribles que ella había visto
la noche anterior. Sólo que ahora, a la luz del día, se veían más extrañas, más
malvadas y más deformes. También parecían ser muchísimo más numerosas que
ellos. El ejército de Aslan —que daba la espalda a Lucía— era dramáticamente
pequeño. En todas partes, salpicadas sobre el campo de batalla, había estatuas,
lo que hacía pensar en que la Bruja había usado su vara. Pero no parecía
utilizarla en ese momento. Ella luchaba con su cuchillo de piedra. Luchaba con
Pedro... Ambos atacaban con tal violencia que difícilmente Lucía podía
vislumbrar lo que pasaba. Sólo veía que el cuchillo de piedra y la espada de Pedro
se movían tan rápido que parecían tres cuchillos y tres espadas. Los dos
contrincantes estaban en el centro. A ambos lados se extendían las líneas
defensivas y dondequiera que la niña mirara sucedían cosas horribles.
—¡Desmonten
de mi espalda, niñas! —gritó Aslan.
Las dos
saltaron al suelo. Entonces, con un rugido que estremeció todo Narnia, desde el
farol de occidente hasta las playas del mar oriente, el enorme animal se arrojó
sobre la Bruja Blanca. Por un segundo Lucía vio que ella levantaba su rostro hacia
él con una expresión de terror y de asombro. El León y la Bruja cayeron juntos,
pero la Bruja quedó bajo él. Y en ese mismo instante todas las criaturas
guerreras que Aslan había guiado desde el castillo se abalanzaron furiosamente
contra las líneas enemigas: enanos con sus hachas de batalla, perros con
feroces dientes, el Gigante con su porra (sus pies también aplastaron a docenas
de enemigos), unicornios con su cuerno, centauros con sus espadas y pezuñas...
El
cansado batallón de Pedro vitoreaba y los recién llegados rugían. El enemigo,
hecho una gritería y confusión, lanzó alaridos hasta que el bosque respondió
con el eco al ruido ensordecedor de esa embestida.
CAPÍTULO
17
LA CAZA
DEL CIERVO BLANCO
La
batalla terminó pocos minutos después que ellos llegaron. La mayor parte de los
enemigos había muerto en el primer ataque de Aslan y sus compañeros; y cuando
los que aún vivían vieron que la Bruja estaba muerta, se entregaron o huyeron.
Lucía vio entonces que Pedro y Aslan estrechaban sus manos. Era extraño para
ella mirar a Pedro como lo veía ahora..., su rostro estaba tan pálido y era tan
severo que parecía mucho mayor.
—Edmundo
lo hizo todo, Aslan —decía Pedro en ese momento—. Nos habrían arrasado si no
hubiera sido por él. La Bruja estaba convirtiendo nuestras tropas en piedra a
derecha y a izquierda. Pero nada pudo detener a Edmundo. Se abrió camino a
través de tres ogros hacia el lugar en que ella, en ese preciso momento,
convertía a uno de los leopardos en estatua. Cuando la alcanzó, tuvo el buen sentido
de apuntar con su espada hacia la vara y la hizo pedazos, en lugar de tratar de
atacarla a ella y simplemente quedar convertido él mismo en estatua. Ésa fue la
equivocación que cometieron todos los demás. Una vez que su vara fue destruida
comenzamos a tener algunas oportunidades..., si no hubiéramos perdido a tantos
ya. Edmundo está terriblemente herido. Debemos ir a verlo.
Un poco
más atrás de la línea de combate encontraron a Edmundo: lo cuidaba la señora
Castora. Estaba cubierto de sangre; tenía la boca abierta y su rostro era de un
feo color verdoso.
—¡Rápido,
Lucía! —llamó Aslan.
Entonces,
casi por primera vez, Lucía recordó el precio tónico que le habían obsequiado
como regalo de Navidad. Sus manos tiritaban tanto que difícilmente pudo
destapar el frasco. Pero se dominó al fin y dejó caer unas pocas gotas en la
boca de su hermano.
—Hay
otros heridos —dijo Aslan, mientras ella aún miraba ansiosamente el pálido
rostro de Edmundo para comprobar si el remedio hacía algún efecto.
—Sí, ya
lo sé —dijo Lucía con tono molesto—. Espere un minuto.
—Hija
de Eva —dijo Aslan severamente—, otros también están a punto de morir. ¿Es
necesario que muera más gente por Edmundo?
—Perdóneme,
Aslan —dijo Lucía, y se levantó para salir con él.
Durante
la media hora siguiente estuvieron muy ocupados..., la niña atendía a los
heridos, mientras él revivía a aquellos que estaban convertidos en piedra.
Cuando por fin ella pudo regresar junto a Edmundo, lo encontró de pie, no sólo
curado de sus heridas: se veía mejor de lo que ella lo había visto por años; en
efecto, desde el primer semestre en aquel horrible colegio, había empezado a
andar mal. Ahora era de nuevo lo que siempre había sido y podía mirar de frente
otra vez. Y allí, en el campo de batalla, Aslan lo invistió Caballero.
—¿Sabrá
Edmundo —susurró Lucía a Susana— lo que Aslan hizo por él? ¿Sabrá realmente en
qué consistió el acuerdo con la Bruja?
—¡Cállate!
No. Por supuesto que no —dijo Susana.
—¿No
debería saberlo? —preguntó Lucía.
—¡Oh,
no! Seguro que no —dijo Susana—. Sería espantoso para él. Piensa cómo te
sentirías tú si fueras él.
—De
todas maneras creo que debe saberlo —volvió a decir Lucía; pero, en ese
momento, las niñas fueron interrumpidas.
Esa
noche durmieron donde estaban. Cómo Aslan proporcionó comida para ellos, es
algo que yo no sé; pero de una manera u otra, cerca de las ocho, todos se
encontraron sentados en el pasto ante un gran té. Al día siguiente comenzaron
la marcha hacia el oriente, bajando por el lado del gran río. Y al otro día,
cerca de la hora del té, llegaron a la desembocadura. El castillo de Cair
Paravel, en su pequeña loma, sobresalía. Delante de ellos había arenales,
rocas, pequeños charcos de agua salada, algas marinas, el olor del mar y largas
millas de olas verde-azuladas, que rompían en la playa por siempre jamás. Y,
¡oh el grito de las gaviotas! ¿Lo han oído ustedes alguna vez? ¿Pueden
recordarlo?
Esa
tarde, después del té, los cuatro niños bajaron de nuevo a la playa y se
sacaron sus zapatos y calcetines para sentir la arena entre sus dedos. Pero el
día siguiente fue más solemne. Entonces, en el Gran Salón de Cair Paravel
—aquel maravilloso salón con techo de marfil, con la puerta del oeste adornada
con plumas de pavo real y la puerta del este que se abre directo en el mar—, en
presencia de todos sus amigos y al sonido de las trompetas, Aslan coronó
solemnemente a los cuatro niños y los instaló en los cuatro tronos, en medio de
gritos ensordecedores:
—¡Que
viva por muchos años el Rey Pedro! ¡Que viva por muchos años la Reina Susana!
¡Que viva por muchos años el Rey Edmundo! ¡Que viva por muchos años la Reina
Lucía!
—Una
vez rey o reina en Narnia, eres rey o reina para siempre. ¡Séanlo con honor,
Hijos de Adán! ¡Séanlo con honor, Hijas de Eva! —dijo Aslan.
A
través de la puerta del este, que estaba abierta de par en par, llegaron las
voces de los tritones y de las sirenas que nadaban cerca del castillo y
cantaban en honor de sus nuevos Reyes y Reinas.
Los
niños sentados en sus tronos, con los cetros en sus manos, otorgaron premios y
honores a todos sus amigos: a Tumnus el Fauno, a los Castores, al Gigante
Rumblebuffin, a los leopardos, a los buenos centauros, a los buenos enanos y al
león. Esa noche hubo un gran festín en Cair Paravel, regocijo, baile, luces de
oro, exquisitos vinos... Y como en respuesta a la música que sonaba dentro del
castillo, pero más extraña, más dulce y más penetrante, llegaba hasta ellos la música
de la gente del mar.
Mas en
medio de todo este regocijo, Aslan se escabulló calladamente. Cuando los Reyes
y Reinas se dieron cuenta que él ya no estaba allí, no dijeron ni una palabra,
porque el Castor les había advertido. «Él estará yendo y viniendo —les había
dicho—. Un día ustedes lo verán, y otro, no. No le gusta estar atado..., y, por
supuesto, tiene que atender otros países. Esto es rigurosamente cierto.
Aparecerá
a menudo. Sólo que ustedes no deben presionarlo. Es salvaje: ustedes lo saben.
No es como un león domesticado y dócil.»
Y ahora
como ustedes vean, esta historia está cerca (pero no enteramente) del final.
Los dos Reyes y las dos Reinas de Narnia gobernaron bien y su reinado fue largo
y feliz. En un comienzo, ocuparon la mayor parte de su tiempo en buscar y
destruir los últimos vestigios del ejército de la Bruja Blanca. Y, ciertamente,
por un largo período hubo noticias de perversos sucesos furtivos en los lugares
salvajes del bosque...: un fantasma aquí y una matanza allá; un hombre lobo al
acecho un mes y el rumor de la aparición de una bruja, el siguiente. Pero al
final toda esa pérfida raza se extinguió. Entonces ellos dictaron buenas leyes,
conservaron la paz, salvaron a los árboles buenos de ser cortados
innecesariamente, liberaron a los enanos y a los sátiros jóvenes de ser
enviados a la escuela y, por lo general, detuvieron a los entrometidos y a los
aficionados a interferir en todo, y animaron a la gente común que quería vivir
y dejar vivir a los demás. En el norte de Narnia atajaron a los fieros gigantes
(de muy diferente clase que el Gigante Rumblebuffin), cuando se aventuraron a
través de la frontera. Establecieron amistad y alianza con países más allá del
mar, les hicieron visitas de Estado y, a la vez, recibieron sus visitas.
Y ellos
mismos crecieron y cambiaron con el paso de los años. Pedro llegó a ser un
hombre alto y robusto y un gran guerrero, y era llamado Rey Pedro el Magnífico.
Susana se convirtió en una esbelta y agraciada mujer, con un cabello color
azabache que caía casi hasta sus pies; los Reyes de los países más allá del mar
comenzaron a enviar embajadores para pedir su mano en matrimonio. Era conocida
como Reina Susana la Dulce. Edmundo, un hombre más tranquilo y más solemne que
su hermano Pedro, era famoso por sus excelentes consejos y juicios. Su nombre
fue Rey Edmundo el Justo. En cuanto a Lucía, fue siempre una joven alegre y de
pelo dorado. Todos los Príncipes de la vecindad querían que ella fuera su
Reina, y su propia gente la llamaba Reina Lucía la Valiente.
Así,
ellos vivían en medio de una gran alegría, y siempre que recordaban su vida en
este mundo era sólo como cuando uno recuerda un sueño.
Un año
sucedió que Tumnus (que ya era un Fauno de mediana edad y comenzaba a engordar)
vino río abajo y les trajo noticias sobre el Ciervo Blanco, que una vez más
había aparecido en los alrededores... El Ciervo Blanco que te concedía tus
deseos si lo cazabas. Por eso los dos Reyes y las dos Reinas, junto a los
principales miembros de sus cortes, organizaron una cacería con cuernos y
jaurías en los Bosques del Oeste para seguir al Ciervo Blanco. No hacía mucho
que había comenzado la cacería cuando lo divisaron. Y él los hizo correr a gran
velocidad por terrenos ásperos y suaves, a través de valles anchos y angostos,
hasta que los caballos de todos los cortesanos quedaron agotados y sólo ellos
cuatro pudieron continuar la persecución. Vieron al ciervo entrar en una
espesura en la cual sus caballos no podían seguirlo. Entonces el Rey Pedro dijo
(porque ellos ahora, después de haber sido durante tanto tiempo reyes y reinas,
hablaban en una forma completamente diferente).
—Honorables
parientes, descendamos de nuestros caballos y sigamos a esta bestia en la
espesura, porque en toda mi vida yo nunca he cazado una presa más noble.
—Señor
—dijeron los otros—, aun así permítenos hacerlo.
Desmontaron,
ataron sus caballos en los árboles y se internaron a pie en el espeso bosque. Y
tan pronto como entraron allí, la Reina Susana dijo:
—Honorables
amigos, aquí hay una gran maravilla. Me parece ver un árbol de hierro.
—Señora
—dijo el Rey Edmundo, si usted lo mira con cuidado, verá que es un pilar de
hierro con una linterna en lo más alto de él.
—¡Válgame
Dios, qué extraña treta! —dijo el Rey Pedro—, instalar una linterna aquí en
esta espesura donde los árboles están tan juntos y son de tal altura, que si
estuviera encendida no daría luz a hombre alguno.
—Señor
—dijo la Reina Lucía—. Probablemente, cuando este pilar y esta linterna fueron
instalados aquí había árboles pequeños, o pocos, o ninguno. Porque el bosque es
joven y el pilar de hierro es viejo.
Por
algunos momentos permanecieron mirando todo esto. Luego, el Rey Edmundo dijo:
—No sé
lo que es, pero esta lámpara y este pilar me han causado un efecto muy extraño.
La idea que yo los he visto antes corre por mi mente, como si fuera en un
sueño, o en el sueño de un sueño.
—Señor
—contestaron todos—, lo mismo nos ha sucedido a nosotros.
—Aun
más —dijo la Reina Lucía—, no se aparta de mi mente el pensamiento que si
nosotros pasamos más allá de esta linterna y de este pilar, encontraremos
extrañas aventuras o en nuestros destinos habrá un enorme cambio.
—Señora
—dijo el Rey Edmundo—, el mismo presentimiento se mueve en mi corazón.
—Y en
el mío, hermano —dijo el Rey Pedro.
—Y en
el mío también —dijo la Reina Susana—. Por eso mi consejo es que regresemos
rápidamente a nuestros caballos y no continuemos en la persecución del Ciervo
Blanco.
—Señora
—dijo el Rey Pedro—, en esto le ruego a usted que me excuse. Pero, desde que
somos Reyes de Narnia, hemos acometido muchos asuntos importantes, como
batallas, búsquedas, hazañas armadas, actos de justicia y otros como éstos, y
siempre hemos llegado hasta el fin. Todo lo que hemos emprendido lo hemos
llevado a cabo.
—Hermana
—dijo la Reina Lucía—, mi real hermano habla correctamente. Me avergonzaría si
por cualquier temor o presentimiento nosotros renunciáramos a seguir en una tan
noble cacería como la que ahora realizamos.
—Yo
estoy de acuerdo —dijo el Rey Edmundo—. Y deseo tan intensamente averiguar cuál
es el significado de esto, que por nada volvería atrás, ni por la joya más rica
y preciada en toda Narnia y en todas las islas.
—Entonces
en el nombre de Aslan —dijo la Reina Susana—, si todos piensan así, sigamos
adelante y enfrentemos el desafío de esta aventura que caerá sobre nosotros.
Así fue
como estos Reyes y Reinas entraron en la espesura del bosque, y antes que
caminaran una veintena de pasos, recordaron que lo que ellos habían visto era
el farol, y antes que avanzaran otros veinte, advirtieron que ya no caminaban
entre ramas de árboles sino entre abrigos. Y un segundo después, todos saltaron
a través de la puerta del ropero al cuarto vacío, y ya no eran Reyes y Reinas
con sus atavíos de caza, sino sólo Pedro, Susana, Edmundo y Lucía en sus
antiguas ropas. Era el mismo día y la misma hora en que ellos entraron al
ropero para esconderse. La señora Macready y los visitantes hablaban todavía en
el pasillo; pero afortunadamente nunca entraron en el cuarto vacío y los niños
no fueron sorprendidos.
Este
hubiera sido el verdadero final de la historia si no fuera porque ellos
sintieron que tenían la obligación de explicar al Profesor por qué faltaban
cuatro abrigos en el ropero. El Profesor, que era un hombre extraordinario, no
exclamó «no sean tontos» o «no cuenten mentiras», sino que creyó la historia
completa.
—No
—les dijo—, no creo que sirva de nada tratar de volver a través de la puerta
del ropero para traer los abrigos. Ustedes no entrarán nuevamente a Narnia por
ese camino. Y si lo hicieran, los abrigos ahora ya no sirven de mucho. ¿Eh?
¿Qué dicen? Sí, por supuesto que volverán a Narnia algún día. Una vez Rey de
Narnia, eres Rey para siempre. Pero no pueden usar la misma ruta otra vez.
Realmente no traten, de ninguna manera, de llegar hasta allá. Eso sucederá
cuando menos lo piensen. Y no hablen demasiado sobre esto, ni siquiera entre
ustedes. No se lo mencionen a nadie más, a menos que descubran que se trata de
alguien que ha tenido aventuras similares. ¿Qué dicen? ¿Que cómo lo sabrán?
¡Oh! Ustedes lo sabrán con certeza. Las extrañas cosas que ellos dicen (incluso
sus apariencias) revelarán el secreto. Mantengan los ojos abiertos. ¡Dios mío!,
¿qué les enseñan en esos colegios?
Y éste
es el verdadero final de las aventuras del ropero. Pero si el Profesor estaba
en lo cierto, éste fue sólo el comienzo de las aventuras en Narnia.
F I N